El Amante del Tiempo Cap. 1

EAT

El amante del tiempo
Sara Walz
ISBN: 978-84-615-1560-8
© 2011, Sara Walz
www.sarawalzsara.blogspot.com

Confesión de la autora

Esta obra no pretende ser fiel a la historia. Ni tampoco intenta ser una historia real; aunque habrá a quien sí se lo parezca. Algu­nos nombres, lugares o hechos pueden existir o haber existido, sin embargo, éstos, simplemente, se han tomado para crear ficción; aunque habrá quien crea en ellos. La relación entre unos persona­jes y otros puede darse en la realidad o haberse dado en el pasado. Si es así, la autora lo desconoce; aunque habrá quien no tenga duda de su veracidad. La autora tampoco pretende herir los senti­mientos y la moral de ningún lector; aunque habrá a quien sus palabras le disgusten. Si es así, pide perdón, aunque habrá quien no la perdone.

1
Sí...! ¡Diga! ¿Quién es?
-Soy Sarah...
-¿Sarah? ¿Qué Sarah?
-Sarah... de New York…

El Everybody’s Changing del primer disco de los británicos Keane llegaba lejano; a gran volumen, pero muerto de belleza, como si alguien o algo se hubiera encargado de cortarle las fre­cuencias más altas. Poco a poco, éstas se volvieron más brillantes, un brillo que, a su vez, nuevamente, se veía roto por el rugido de los 288 caballos del motor del Lexus SC 430 de Martin. Los 80.000 dólares ascendían por la rampa del garaje. La roja y des­lumbrante capota metálica que lo cubría se encogía como un erizo mecánico desmelenándose al viento. La voz del cantante, el rubito Tom, se hacía clara y dulce; aun así ininteligible para Walter quien, a pesar de su nombre claramente anglosajón, no entendía nada de lo que la letra sugería. Aunque más bien parecía lo contra­rio, o por lo menos eso hacía suponer la sonrisa que éste dejaba ver en su rostro.
Walter era un sudamericano del Perú. Un pequeño regordete de piernas más bien cortas y con el pecho más inflado de lo nor­mal. Pero su principal caracterís­tica era la de ser feo como nadie; y esa, exclusivamente esa, había sido la razón por la que Martin lo había contratado. Nada había tenido que ver el hecho de que sus manos fueran verdaderas joyas dedicadas a la jardinería. Él cui­daba y mantenía los quinientos metros de jardín como nunca antes lo había hecho ningún otro empleado. Ni siquiera Armando, un joven argentino, deportista por obligación y jardinero por amor a las mujeres ricas. Claro que también esa había sido la razón por la que Martin no había tenido más remedio que despedirlo. Echarlo de su casa, tras su primer y único día de trabajo. Su mujer, Clara, lo había contra­tado una mañana, pero él no estaba dispuesto a permi­tir más miradas que la que ambos, Clara y Armando, cruza­ron a su llegada del club de golf aquella ociosa y dura tarde. Al día siguiente, fue a la agencia de servi­cios y pidió el jardinero más feo de cuantos tuvieran en la base de datos. Como carecían de sus fotos, el encar­gado no tuvo más remedio que citarlos a todos para tenerlos cara a cara. Así, inspeccionando uno a uno, Walter fue el elegido.
Pero Martin, ni siquiera con esas parecía tenerlas todas con­sigo. O si no, ¿por qué cada vez que se cruzaba con él, al entrar o salir, por qué Walter sacaba a relucir su más irónica sonrisa? ¿Se tiraba Walter a su mujer cada vez que él salía de casa? Desde luego, éste no iba a tener reparo en hacérselo con ella, pero Clara –Martin sonrió-, Clara era mucha Clara para follarse a un don nadie como Walter. No, no podía ser. Eso nunca podía pasar, pues si ella se lo tiraba y sus amigas de La Moraleja se enteraban, ésta sería el hazme reír de todas ellas. Eso era lo que le daba un voto de con­fianza de que nunca iba a suceder. Lo tenía muy claro, tan claro que siempre recogía la capota de su coche para poder ver bien las ventanas de la casa y asegurarse de que Clara no estaba obser­vando su marcha. Cosa que resultaba prácticamente imposible porque la casa carecía de ventanas por ese lado. Toda la fachada era de piedra caliza blanca y pura.
Martin detuvo su Lexus y con su vista recorrió las tres plantas de piedra que quedaban a su altura y por encima de él, sin olvi­darse de la que, por debajo, se asomaba al patio inglés. Como no podía ser de otra manera, la casa de Martin y Clara quedaba encla­vada en mitad de la urbanización de Puerta de Hierro, una de las zonas más selectas de Madrid. Tenían mil metros de casa cons­truida en cuatro plantas a las cuales se accedía, bien por las escale­ras de hierro fundido o, más cómodamente, por el delicado y suave ascensor hidráulico que quedaba junto a éstas. Como Martin la­mentaba cada vez que salía de casa, la fachada que daba al exterior no tenía ninguna ventana y todas, prácticamente un único ventanal de tres pisos, se orientaban hacia la parte trasera, hacia el Sur, hacia su propio jardín, ocultándose de cualquier mirada ajena. Estaba a punto de abrir la alta y férrea puerta corredera de hierro que le permitía salir a la calle cuando, por el retrovisor, vio que Clara salía a la puerta. Eso lo detuvo. Rápidamente, bajó los aca­ramelados gritos de Tom y se volvió hacia Walter. Éste había guardado su sonrisa. Eso lo desconcertó: <<Será hijo de puta>>. Clara llevaba puesto un salto de cama semitranspa­rente. Se había despertado de su profundo sueño con la música de Keane. Como buena moderna y pija que era, le encantaban sus canciones. Esa era la verdadera y única razón por la que Martin los llevaba en el carga­dor de CD de su coche. Ella lo había puesto la noche anterior cuando volvían de la fiesta que una amiga había celebrado en su chalet. Habían bebido mucho y se habían acostado tarde, por eso ella, a pesar de que eran las diez y media de la mañana, seguía durmiendo.
Clara no hacía nada; nada excepto vivir del cuento, del cuento y del dinero de su marido y, sobre todo, del que su padre, un ex político fascista, le había regalado. Descalza, bordeando el Lexus carmín por el lado del conductor, se acercó a su hombre y lo besó; no sin antes hacerle un buen chequeo: traje oscuro de Armani, camisa blanca de Ungaro, Zapatos negros de Lottusse y corbata del difunto Versace. Cuando separó sus labios de los de él, saltito a saltito, apoyando la punta de sus delicados pies, volvió a la casa. Martin la obser­vaba por el retrovisor. <<La verdad es que está muy buena>>, pensó. Desde luego, tenía suerte. Más que cual­quiera de sus amigos. Clara era la que más buena estaba de todas. Las demás no estaban mal, pero se cuidaban demasiado: liposuc­ciones, implantes, botox. Clara estaba limpia de cirugías. Ella estaba como Dios la había traído al mundo. Bueno, si Dios la viera ahora, igual no la hubiera cedido a otro hombre. Ella saltaba con cuidado sobre la hierba, intentando no pisar las piedras que pudie­ran clavarse en la planta de sus pies; pero su culo ni subía ni ba­jaba más de lo que tenía que hacerlo. Tenía un culo perfecto, igual que los pechos que trataban de asomarse por el escote de su suave camisón.
Martin se dio cuenta que Walter volvía a mostrar su sonrisa. <<¿De qué se reirá este capullo?>>, se dijo para sí, justo antes de darse cuenta de por qué lo hacía. Su vista, clavada en el retrovisor, era una clara eviden­cia de que se había empalmado. Se había puesto caliente pensando en su mujer y, lo peor, no iba a regresar a casa hasta la noche. Lamentó no habérsela tirado al regresar de la fiesta, habérsela tirado aunque ella le hubiese dicho que estaba demasiado borracha para hacer el amor. Se la tenía que haber follado y punto. Por lo menos, ahora, no iría empalmado a jugar al squash. Echó una última mirada a Walter, pensando en despedirlo, y con el mando a distancia activó la puerta para que ésta se hiciera a un lado. Pisó el acele­rador del Lexus con sus brillantes Lottusse y tomó rumbo al gimnasio. Se miró en el retrovisor y se colocó bien el nudo de la corbata. Pulsó el botón del remoto del compact disc del coche y cambió de disco. Tras unos segundos, la trompeta de Christian Scott silbó agudamente, golpeando sobre su mente. Esa era su música. El jazz y, sobre todo, la trompeta. Él también la tocaba. Su padre, un alemán hijo de un militar nazi al servicio del Tercer Reich y amigo del caudillo Franco, le inculcó en ello. Por supuesto, algo a lo que su abuelo se oponía rotundamente. <<Mi nieto haciendo música negra>>, le solía decir a su hijo. Por lo menos eso recordaba Martin, Martin Van Gelder, ese era su nom­bre completo, cada vez que una maravillosa nota negra golpeaba sus tímpanos recordándole su origen.
Con ese recuerdo, tomó la Avenida de la Ilustra­ción con di­rección a Chamartín. Una vez más, permi­tiendo que el fresco aire de comienzo de otoño se llevara su música, recordó quién era.
Martin Van Gelder era un hombre muy inteligente. Un autén­tico dinosaurio del dinero. Éste se había convertido en su única pasión. Todo lo que hacía, lo hacía por y para el dinero. Había recibido una buena educación en Oxford: Historia y Arqueología. Además, había participado en varias excavaciones arqueológicas en Oriente Próximo, lo que había contribuido a que dominara los idiomas de aquellas tierras: el árabe, el hebreo, el egipcio antiguo y algunas que otras lenguas prácticamente desaparecidas y que sólo recordaban vagamente algunos ancianos. Ese era su trabajo. Martin era tratante de arte. Tenía importantes contactos en todas las galerías del mundo y se relacionaba con los mayores anticua­rios de Israel, Egipto, Siria, Irak, Irán y Jordania. Tenía amigos, buenos amigos, muchos de ellos embajadores y cónsules que siempre estaban a su servicio. Pero, en el fondo, era algo más que un importante marchante de arte, era un autentico furtivo de lo antiguo. Compraba y vendía todo lo que estuviera prohibido com­prar y vender. Poseía suministradores entre las familias más cer­canas a los más importantes yacimientos arqueológicos de la zona: El Valle de los Reyes en Luxor, Palmira en Siria, Marib en Ye­men... Actuaba fuera de la ley y eso era lo que verdadera­mente le daba dinero. Cuando alguno de los clanes cercanos a las excava­ciones encontraba alguna pieza de valor, se ponía en contacto con él y se reunían de inmediato en el lugar del hallazgo. Pagaba una buena suma al afortunado y volvía a Madrid. El objeto adqui­rido quedaba en manos de las autoridades del país y éstos se hacían cargo de hacerlo llegar hasta su destino. Una vez en este, sus otros contactos, se encargaban de entregárselo. Un proceso en el que nadie perdonaba su comisión. Aun así, él seguía sacando una buena suma de dinero.
A pesar de su buena imagen, Martin era un delin­cuente en toda regla; si bien era cierto que nunca había matado a nadie. Ahora mismo, en esos días, se encon­traba en medio de una de esas negociaciones, y si jugaba al squash era porque eso le permitía mantener sus relaciones con altos capos de los servicios diplomá­ticos del país.

Desde luego, ese día tenía una jornada completa de trabajo. Primero se tenía que encontrar con Francisco, o Fran como se hacía llamar éste entre sus amistades más cercanas. Fran era un viejo amigo de las dos familias: la de Martin y la de Clara. Era un juez de gran renombre, un amante del squash y, por qué no de­cirlo, de las putas de lujo y las apuestas. Tanto que algunas veces apostaba grandes cantidades de dinero a un solo partido. Estaba casado con Celia, la mejor amiga de Clara. Después de su reunión deportiva, Martin tenía que correr hacia el aeropuerto y tomar el puente aéreo a Barcelona. Allí tenía una cita con uno de sus com­pradores: un magnate de las finanzas, un banquero podrido de dinero. Había quedado para aclarar cómo éste le entregaba la suma pactada por su solicitud: un cuadro de Munch robado unos años atrás en un museo de Oslo.

El Lexus atravesaba los imponentes arcos metáli­cos de La Vaguada cuando las frescas notas del joven trompetista Scott se vieron interrumpidas por el metálico sonido de la sintonía de un móvil. Martin se palpó los bolsillos de la chaqueta buscando el imperti­nente aparato. Sacó el teléfono y miró su pantalla. Estaba apagada. Lo echó sobre el asiento del copiloto y volvió a buscar en otro de sus bolsillos. Ahí estaba el celular que continuaba sonando.
-¡Sí, Brunno, cuéntame…! ¡Rápido que no puedo hablar!
Escuchó durante unos segundos.
-De acuerdo –dijo-, mañana nos vemos en el Palace.
Colgó y arrojó el móvil junto al otro teléfono.

Brunno no era otro sino, Brunno, alias Brunno Piratti, un falso italiano de Extremadura dedicado a la investigación, la seguridad y el trapicheo. Había trabajado en el CSID y el posterior CNI, el Centro Nacional de Inteligencia, del que fue expulsado por su supuesta adicción a la cocaína. Ahora seguía ejerciendo, pero lo hacía al servicio de gente como Martin: ciudadanos que por su “delicado” trabajo necesitaban de sus servicios. Entre otras cosas, Brunno se encargaba de piratearle todos los teléfonos. Él, por cuenta propia, había investigado y elaborado unos modelos, adap­taciones suyas, que funcionaban con la energía solar; es decir, que no necesitaban ser recarga­dos eléctricamente. Claro que, no podía patentarlos porque el CNI se le iba a echar encima para que guar­dara el secreto.
Bruno sabía que Martin no le tenía gran aprecio, que sólo lo utilizaba y se aprovechaba de él, pero éste era su principal fuente de dinero.

Martin pisaba el acelerador de su Lexus, sin dejar de pensar en su encuentro con Fran. Sabía que éste le iba a proponer una apuesta, pues siempre que se enfrentaban le daba a elegir entre dos opciones: seis mil euros al mejor de tres partidos de veintiún pun­tos, o pagar las prostitutas de lujo, la coca y el Moet Chandon que seguían a aquel duelo mientras los dos se las follaban en el yacusi privado del gimnasio. Martin ya había pasado por las dos opcio­nes. Algunas veces había ganado y otras había perdido, pero ahora dudaba de cuál poner en juego. Si perdía, prefería pagar los seis mil euros y marcharse, pero eso le mantendría con el calentón que todavía no había conseguido disipar; y si aceptaba la segunda opción y Fran le ganaba, enton­ces sí, se correría gustosamente en la boca de una de esas putas que estaba harto de ver en la televi­sión, pero la broma le saldría por los nueve mil euros. Además, ese día, no tenía tiempo para putas. Ese era un día de trabajo y ni su banquero de Barcelona ni él parecían estar dispuestos a permitir más atrasos. Apostaría los seis mil euros y machacaría a Fran, no en vano se había cuidado bebiendo menos la noche anterior.
Cuando llegó al parking del gimnasio, vio el BMW todo-terreno de Fran, pero giró bruscamente para aparcar lo más lejos posible de él. La música de Scott descendió lentamente hasta hacerse muda. La capota se extendió nuevamente y cubrió el co­che por completo. Martin se acercó al maletero y sacó su bolsa de deporte. Claramente se podía apreciar la extraña forma de las raquetas de squash. Se dirigió hacia las escaleras mecánicas y dejó que éstas le subieran hasta la planta superior.
Una joven de muy buen ver le dio los buenos días y le indicó en qué mesa le esperaba Fran. Éste tenía un zumo de tomate en la mano y sonreía irónicamente.
-Eres un cabronazo –dijo Fran nada más verle-, ayer dejaste que bebiera demasiado. ¿Crees que te voy a pagar a las dos titis?
-Me conformaría con los seis mil euros.
Fran se echó a reír.
-Si no te quieres follar a las dos putas, entonces tendrás que follarme a mí –dijo éste, poniéndose en pie y dándole una palma­dita en la mejilla-. ¡Vamos! ¡Cambiémonos!

Ya en la brillante pista de parquet, los dos estaban frente a frente. Perecían dos maniquís de Nike: cami­setas, pantalones, calcetines, zapatillas, sudaderas en las muñecas.
-¿Estás seguro de tu apuesta? –le preguntó Fran-. ¿Follaste anoche? Si lo hiciste, follaste tú solo, porque Clara no debía tener el coño para fiestas. Estaba bastante borracha.
-Acabo contigo y me voy a Barcelona –dijo Martin.
Fran asintió. Aquella respuesta era más creíble. Él sabía que Martin no jugaba con los negocios. Tenía claro que éstos eran lo primero para su amigo. También lo eran para él.
-¿Seis mil? –volvió a preguntar Fran.
Martin se limitó a mover su cabeza para asentir. Luego le mostró dos bolas.
-¿Punto amarillo o doble punto amarillo? –dijo Martin-. Si te encuentras mal...
-Estoy perfectamente –le cortó Fran, echando la pelota del punto único hacia la pared frontal, bajo la línea roja que delimi­taba la altura de juego.
Durante unos minutos estuvieron peloteando sin intención de conseguir punto. Simplemente, tratando de calentar la bola para que ésta se pusiera más viva y corriera más.
-¿Sabes en qué se parece una mujer a una pelota de squash? –preguntó Fran, mientras lanzaba un paralelo junto a la pared  dere­cha.
Martin le devolvió el golpe mientras negaba con la cabeza.
-En que cuanto más fuerte les das, más rápido vuelven a ti –añadió Fran, dejando escapar su risa.
Martin detuvo el peloteo. Ya era suficiente. Cuando entraran en juego, la bola se calentaría en un par de puntos. Apoyó el arco de su raqueta Dunlop contra el suelo e, imprimiendo un giro a su muñeca, obligó a que ésta diera varias vueltas como si de una moneda se tratara. Cuando perdió fuerza y cayó al parquet, los dos miraron la marca que le proporcionaba el saque a uno de ellos.
-¡Saco, yo! –dijo Fran, bajo el asentimiento de su adversario.
Fran se preparó para lanzar su primer saque, pero antes echó un ojo hacia la grada que quedaba a sus espaldas, tras el robusto y blindado cristal transparente.
-Ahí tienes a tus fans.
Martin hizo caso omiso a sus palabras y se preparó para res­ponder a la endiablada bola que ya volaba hacia él. Lo hizo con un paralelo de revés pegado a la pared izquierda al que Fran corrió abandonando la “T” central y respondió con otro golpe semejante.

Los dos tenían su público que aplaudía y animaba cuando su preferido conseguía el tanto. Siempre que ellos jugaban, las gradas de las demás pistas se queda­ban vacías. Incluso, en más de una ocasión, los propios jugadores dejaban sus partidos para presenciar la lucha a muerte que Fran y Martin llevaban a cabo para ver quién ganaba. No se sabía cómo, pero, como sucede siempre, todos los allí presentes sabían perfectamente que tras aquel duelo había una fuerte apuesta. Siempre hablaban de dinero, siempre de sumas superiores a las que realmente se jugaban, pero por suerte para los implicados nunca se hablaba de putas. Pero las apuestas también llegaban a los espectadores, lo que había derivado a que muchos de los encuentros que allí se disputaban tuvieran como excusa algo en juego.

Llevaban más de una hora jugando y habían ganado un partido cada uno. Se encontraban en el set definitivo. Quien llegara pri­mero a veintiuno, ganaba el partido y, con ello, la apuesta de los seis mil euros. El saque estaba en poder de Martin. Si obtenía el tanto, ganaba; si lo perdía, el saque pasaba a manos de Fran. Éste estaba preparado para bolear la bola sin dejar que ésta cayera dentro de su cuadrado. Martin, sorpren­diendo a su adversario, golpeó suavemente la oscura y caliente bola con un globo perfec­tamente colocado que buscaba el vértice trasero de las tres pare­des. Fran no podía hacer nada, sólo dejar que la bola cayera y botara lo justo para permitirle meter su raqueta y, con un certero revés, hacer que ésta alcanzara la rojiza línea que le concediera el tanto. La bola caía más lentamente de lo normal. Todos los espec­tadores se acercaron al cristal tratando de ver el punto exacto donde ésta tocaba con una de las superficies del juego: el suelo de madera, la pared lateral o la acristalada pared trasera. Dependía de dónde impactara para que el bote de la bola fuera más vivo y per­mitiera una mejor devolu­ción. Pero la bola alcanzó su destino sin que nadie supiera muy bien dónde había tocado. Emitió un morte­cino “blop” y se elevó un par de centímetros, los suficientes para que Fran consiguiera meter su raqueta allí donde parecía imposible hacerlo. La pequeña pelota salió despedida hacia la pared frontal sorpren­diendo a Martin, quien ya se había dado por ganador. Como una pluma, la bola alcanzó la pared golpeando sobre ella tan sólo unos dedos por encima de la línea y luego cayendo muerta al suelo sin que Martin pudiera alcanzarla.
Los “wow” de los presentes en las gradas, que ya eran tantos que incluso tenían que estar de pie, llegaron hasta la pista de juego. Fran emitió un grito de victoria mientras que Martin se lamentó de su exceso de confianza.
Ahora el saque estaba en poder de Fran. Si obtenía el tanto, él vencía; si no, éste volvía a su adversario.
-¿Listo? –preguntó Fran, con chulería.
Martin asintió.
Fran lanzó la bola al aire y la boleó con toda su rabia y fuerza dirigiendo el rebote hacia el cuerpo de Martin. Éste se sorprendió ante semejante acción y se echó hacia la pared tratando de restar. Y lo hizo, pero muy débilmente. Tan flojo que dejó la bola a mer­ced de su contrincante para que éste le lanzara un paralelo de de­recha pegado a la pared contraria que le resulto inalcanzable.
Martin había perdido. Fran volvía a ganar sucia­mente. Aun así, se dieron la mano como si allí nada hubiera sucedido y entre aplausos se encaminaron hacia las duchas.
-Te hubiera sido mejor aceptar la otra apuesta –dijo Fran-. Por unos euros más, te irías con el rifle descar­gado y limpio. Los ne­gocios se cierran mejor con los huevos vacíos.
Martin se limitó a dejar escapar su sonrisa como si no le im­portara haber perdido los seis mil euros, pero, en el fondo, estaba muy jodido. Por dentro, le comía la rabia. Estaba harto de aguantar a Fran, por mucho que éste fuera su mejor amigo. Aunque había una cosa en la que tenía razón. Si quería llegar tranquilo a su cita con el banquero catalán, tenía que descargar su rabia, tenía que echar un polvo. Se había decidido. Cuando llegara a Barcelona, llamaría a alguna de sus amantes residentes en la ciudad condal y se la follaría por detrás. Estaba tan furioso que prefería que ella no lo mirase a la cara. Y tenía la mujer perfecta para ello.
Había quedado a las tres y media con Albert, así se llamaba su banquero, en el restaurante Alkimia, pero antes llamaría a la mujer de éste y quedaría con ella en el hotel Omm. No era la primera vez que se producía aquel encuentro, pues a Carmen, que era unos diez años más joven que su marido, le encantaba encon­trarse a solas con Martin. No le gustaba que éste le hiciera el amor, sólo quería que la follara contra la pared y después, otra vez, en la ducha. Le suplicaba que la cogiera en alto, entre sus brazos, y la sentara sobre su robusto miembro para atravesarla y golpearla en el fondo de su vagina. Ella deseaba que Martin visitara Barcelona y la lla­mara. Era capaz de inventar cualquier excusa para poder encon­trarse con él.

Ni siquiera el agua fría que dejó caer sobre él pudo apaciguar sus deseos de lujuria. Algo que fue evidente incluso a través de su pantalón de Armani. Fran, con un gesto, se limitó a decirle que se la colocara bien. Después extendió su mano esperando su botín. Martin sacó su chequera, rellenó el cheque, lo firmó, lo arrancó con gran arte y se lo entregó lanzándoselo como si de calderilla se tratara.
-Te acompañaría a Barcelona –dijo Fran-, pero hoy me espera un día cargadito de trabajo.
-Tú no has trabajado en tu vida –dijo Martin, echándose su bolsa de deporte a la espalda y enca­minándose hacia la salida del vestuario.
-Te sorprendería ver lo bien que hago mi trabajo –añadió Fran, siguiéndole los pasos.
Ya en el parking, Fran fue el primero en meterse en el coche y abandonar el lugar. Martin abrió el maletero de su Lexus y, to­davía jodido por la derrota, echó su bolsa dentro. Levantó la ca­beza y vio cómo se alejaba su amigo. Dejó escapar su sonrisa y cerró la porte­zuela. Se quitó la chaqueta para no arrugarla y, de paso, si era posible, bajar su calor corporal y la dejó sobre el asiento trasero. Se sentó al volante y puso el coche en marcha. En un par de segundos, cuando la capota se echó hacia atrás y se escondió en su compar­timiento, Christian Scott volvió a retumbar en todo el parking. <<Rumbo al aeropuerto>>, se dijo, pisando el acelerador a fondo y provocando que sus ruedas chirriaran dejando su dibujo sobre el asfalto.
Desde Chamartín no tardó en coger la carretera de Barcelona, la A-2, la que lo llevaba hasta el aero­puerto. Se había olvidado por completo de su reunión con el magnate y sólo pensaba en cómo se lo iba a hacer con su mujer.

Carmen rondaba los cincuenta y cinco años; también, unos diez más que Martin; pero siempre había sabido cuidarse. Nunca le había faltado una buena polla que la mantuviera alegre. Ese era su verdadero secreto, aunque en todas sus entrevistas televisivas y de prensa dijera que la buena dieta y el deporte eran los encarga­dos de mantener su cuerpo. De eso nada. Follar y follar. Esa era su eterna juventud.

Le costó encontrar plaza en el aparcamiento del aeropuerto, pero tuvo suerte y aparcó en el amplio hueco que dejó el Hammer de un presentador de la televisión de moda.
Martin no llevaba más equipaje que el puesto. Le quedaba una hora para que su vuelo despegara y deci­dió esperar desayunando. Tenía que recuperar fuerzas para encontrase con Carmen. Mientras comía, hizo varias llamadas. Al ver que uno de los camareros vaciaba una botella de agua que un cliente había dejado por la mitad sobre una de las plantas que rodea­ban la propiedad de su local, se acordó de Walter, su jardinero, y, por extensión, de su esposa. La llamó para ver qué hacía. Estaba preparándose para salir de compras con Celia, la mujer de su inseparable compa­ñero Fran. Estaba hablando con ella cuando otra llamada entrante los interrumpió.
-Te tengo que dejar, cariño –dijo Martin.
Colgó y contestó a la nueva llamada.
-Buenas... Estoy a punto de tomar el vuelo... –Pero las pala­bras de su interlocutor lo detuvieron. Escuchó con atención-. No te preocupes, dejamos la cita para otro día… Espero tu llamada, cuida de tu mujer.
Martin exhaló con rabia. <<Hay que joderse>>, se dijo. <<Se ha mareado y se ha caído. ¿A quién se estaría follando esa guarra? Mira que si se queda en el sitio mientras me la está comiendo>>.
Se puso en pie y se dirigió hacia la salida del aeropuerto. To­dos sus planes se habían ido al carajo. Le jodía lo de su cita con Albert, pues eso le retrasaba un ingreso de casi un millón de euros, pero lo que en ese momento más rabia le daba, era la idea de pen­sar que Carmen, ya no le iba a comer la polla.

Otra vez, era la trompeta de Scott quien le volvía a hacer compañía. Había cambiado de planes: ese día, no iba a trabajar más. Iría a su casa y se tiraría a Clara. Con un poco de suerte, la pillaría con uno de sus ajustados vestidos de Dior a punto de salir. No iba a tener piedad ni con él ni con ella. Le desgarraría el tanga de su amado Andrés Sardá, su diseñador de lencería preferido, ella raramente usaba bragas, y se la follaría sobre la fría y negra enci­mera de granito africano. Después la dejaría que se fuera con Celia y él iría a comprarse un par de discos: las últimas grabaciones de Scott y de Terence Blanchard. Volvería a casa y pasaría la tarde en su estudio tocando la trompeta y acompañando a sus músicos preferidos.
Con esa decisión, tomó la salida de la Avenida de Miraflores y aparcó cerca de la verja de su casa, una decena de metros más abajo. No iba a tardar mucho en tirarse a Clara, así que para qué se iba a molestar en meter el coche al garaje. Abrió la pequeña puerta de hierro que permitía el paso para peatones y entró en su jardín. Allí, regando algunas rosas, estaba Walter. Éste se limitó a alzar sus párpados para saludarle. Era raro que Martin llegara a aquellas horas, lo que le había sorprendido. Se dirigió a la casa y entró por la puerta de la entrada, la misma por la que nunca accedía, pues siempre llegaba en coche y lo hacía por la que comuni­caba la casa con el garaje. Vio que Walter seguía mirándolo de reojo, así que se aseguró que la puerta quedaba bien cerrada. No quería que lo viera comién­dole el culo a su mujer.
El salón y la cocina, ambos en la planta baja, estaban desier­tos, lo que sugería que Clara estaba en su cuarto. Martin subió con grandes saltos, casi impedido por el férreo miembro que arrastraba entre sus piernas. Entró en la habitación, pero su mujer no estaba allí. Tampoco había nadie en el baño. Ya iba a salir de su cuarto cuando algo llamó su atención: el Dior azul cielo estaba extendido sobre la cama, listo para ser usado. No entendía. Era muy raro que Clara, la obsesiva del orden, hubiera cambiado de idea en su ves­timenta y se hubiera olvidado aquel Dior fuera de su armario. Eso nunca había sucedido.
Una lejana risa llegó hasta la habitación. Martin se emocionó. Iba a tener suerte. Iba a poder desahogarse. Descendió en busca de aquella adorada risa. Bajó hasta el garaje, pero allí seguía sin haber nadie. Cuando iba a dar media vuelta se percató de que la luz de la habita­ción contigua al garaje estaba encendida. Dejó escapar un suspiro de tranquilidad. <<Clara está jugando al squash>>, pensó. Ellos tenían su propia pista de squash dentro del chalet y ella había bajado a pelotear un rato. Lo hacía a menudo para fortalecer sus piernas y su trasero. Martin corrió hacia la puerta que le permitía la entrada, pero cuando se asomó a la pista se detuvo en seco. Clara estaba allí, pero no estaba sola. Su mirada estaba al frente, hacia la pared frontal del juego, por lo que no se dio cuenta de su presencia. Estaba arrodi­llada a cuatro patas, des­nuda, con su impresionante culo alzado en alto y abriendo sus nalgas para que un oso dorado por los rayos UVA la montara y la pene­trara desde atrás. Martin los observó durante algunos segun­dos. Como él sabía, Clara no tardó en comenzar a jadear y, como él también sabía, tampoco tardó en pedir más y más. Martin no llegaba a conocer quién se estaba tirando a su mujer. No lo reco­noció hasta que a éste, en su frenesí, se le ocurrió decir: <<¡Toma seis mil euros!>>.
-¡Fran! –se dijo para sí, conteniendo la rabia-. ¡Fran se folla a Clara!
¿Desde cuándo sucedía aquello? Necesitaba una explicación. La necesitaba ya, pero, por supuesto, no se la iba a pedir a ellos. Sabía quién tenía la respuesta, y, también ahora, sabía el porqué de su explicita sonrisa. Walter, el jodido Walter, lo sabía todo.
Pero, esta vez, Walter, que seguía con sus flores, no mostraba ninguna sonrisa. La mayor de las serieda­des había inundado su rostro; seguramente consciente de que su silencio podía significar no sólo su despido, sino también su repatriación, pues era un sin papeles, un sin contrato, como muchos de los emigrantes que, como él, trabajaban tras los muros en las grandes casas de lujo.
-¿Quieres conservar tu trabajo? –le preguntó Martin.
Walter asintió cabizbajo y en silencio.
-Levanta la cara. No eres tú quien tiene que avergonzarse. Si alguien tiene que hacerlo, ese sería yo. –Walter obedeció-. ¿Desde cuándo?
Walter se encogió de hombros, dejando clara su ignorancia.
-Bien –añadió Martin-, yo no he estado aquí. Todo seguirá como hasta ahora. ¿De acuerdo?
Walter volvió a asentir. Martin le hizo un gesto para que con­tinuara con las flores, pero, eso sí, con los ojos bien abiertos.

Una vez más, Scott volvía a desgarrar su trompeta. Martin es­taba pensativo. Había detenido el coche y no sabía qué hacer. Se miró en el retrovisor. No podía creer que a él le pasara aquello. Él era una pieza de cuidado, le ponía los cuernos a su mujer cada vez que le apetecía, pero no podía soportar, ni siquiera pensar, que el cornudo fuera él. Bajó su mirada hasta el frontal del compac disc. El nombre de CHRISTIAN SCOTT, en letras azules, atravesaba su display de derecha a izquierda una y otra vez. Martin se estaba hartando de su compañero y pulsó el botón que daba la orden de saltar al siguiente disco del cargador. El silencio inundó la calle y, tras varios segundos, un nuevo nombre recorrió el display: SA­RAH VAUGHAN. Al ver aquel nombre, se autoconvenció de que era lo más apropiado para aquel momento. La cálida voz de su musa, le haría olvidar la imagen de su mujer siendo montada por su mejor amigo. Eso creía él.
Cuando, entre los aplausos del público, Sarah lanzó su voz con el Like Someone In Love, su rabia fue creciendo y su deseo de venganza se apoderó de él. Tenía que llegar hasta La Moraleja, la otra zona residencial de la ciudad. Necesitaba ir a la casa de Fran, y cuando Celia; la mujer de éste; abriera la puerta, darle un em­pujón y echarla sobre la piel de tigre que hacía de alfombra, y allí, desdibujando las oscuras rayas del viejo felino que su amigo había abatido en su último safari furtivo, follarla una y otra vez hasta que ella le suplicara que por favor la dejara. Buscó su móvil en el bolsillo de la chaqueta que viajaba en el asiento trasero y, tras bajar el volumen de la música, con su voz ordenó la llamada a la casa de Fran. Sabía que él no estaba en casa, así que sólo Celia podía contestar. El servicio tenía prohibido coger y, por supuesto, usar el teléfono.
-¡Celia! Soy Martin... ¡Escucha! No, no quiero hablar con Fran. Voy para tu casa. ¡Prepárate! ¡Voy a follarte viva..!. No te preocupes por él, se está tirando a Clara... ¿Cómo que ya lo sabías? ¡Que por eso te has ofrecido a mí en varias ocasiones…! Estoy de camino... ¡Que tienes invitados! Pues deshazte de ellos porque necesito follarte.
Celia colgó, dejándole con el móvil sobre el oído. Martin no podía creerlo. Todos sabían que su mujer lo engañaba. Incluso la propia mujer de Fran lo sabía. Era cierto que últimamente ésta se le había insinuado varias veces, pero él siempre la había recha­zado. Podía engañar a su mujer, pero nunca a su mejor amigo. No podía creer que éste le hubiera traicionado.
Sarah continuaba su interpretación con su cálida y grave voz. Las notas de una trompeta lo capturaron, golpeando dentro de su mente y haciéndole olvidar qué había sucedido y a dónde se di­rigía. Los aplausos del público asistente a la actuación lo emocio­naron. Imaginó ser él uno de aquellos afortunados oyentes que aplaudían a su gran diva. Porque, la verdad, Sarah era su gran diosa de la música. Ella era su preferida, por delante de Dinah Washington y de Billie Holiday, por ese mismo orden. La rabia lo había invadido de tal manera que le había hecho desear abandonar su mundo y trasladarse hasta aquel concierto que ahora retumbaba en sus oídos.
Martin creía tener a la propia Sarah frente a él, creía tenerla allí mismo, justo delante del morro de su Lexus. Sentía cómo ella le daba las gracias por sus aplausos. Era como si se hubiera metido en un túnel. Todo había quedado a oscuras y sólo una potente luz caía sobre ella iluminado su acaramelada piel de color. Cuando terminó la canción, los aplausos se hicieron más fuertes y volvie­ron a llevarle hasta la realidad, una realidad que había cambiado. Ya no estaba solo. A su lado, sentado en otra incomoda butaca, se encontraba otro hombre; y, en la contigua, otro más. Pero lo mismo sucedía cuando volvía la vista al otro lado. ¿Qué le estaba sucediendo? La vieja ansiedad de su juventud comenzaba a inva­dirle. Las luces inundaron el escenario y, por fin, pudo ver dónde se encontraba. Un enorme cartel de letras doradas sobre la cabeza de Sarah y sus acompañantes era testigo de ello: CARNEGIE HALL NEW YORK. Martin miró a su alrededor. Todos aplaudían con gran entu­siasmo. Creía estar volviéndose loco. Su respiración se había acelerado y el sudor había hecho que su camisa se ad­heriera a su cuerpo. Cuando Sarah saludó hacia lo alto y las luces que se dirigían hacía allí también se encendieron, Martin se dio cuenta que el anfiteatro también estaba repleto de público. Una incontrolada carcajada escapó de su interior. No podía creerlo. Era real y, loco o cuerdo, él estaba allí. No sabía cómo, pero había aparecido en la gran sala de conciertos de la ciudad neoyorquina. Pero ahí no quedaba la cosa. Se encontraba en aquel concierto del Carnegie Hall, un concierto celebrado en New York en 1954.

¿Era cierto? ¿Estaba realmente en 1954? Mirando a su alre­dedor, aquellos trajes y vestidos parecían confirmarselo. Cada vez se convencía más de ello y cada vez estaba más encantado con su inexplicable presencia. Se había decidido. Si para seguir viviendo aquella nueva realidad tenía que despreocuparse de su mente, de si ésta seguía en sus cabales o no, entonces se olvidaría de ella. De hecho, ya lo estaba haciendo, pues, otra vez sin darse cuenta, su respiración se había vuelto normal; aunque la persistente emoción le hacía seguir sudando. Junto a él, ahora con más luz, podía ver a un hombre que parecía aplaudir con más entusiasmo que ningún otro. Su cara le era desconocida, pero la de su vecino contiguo no sólo le era cercana si no, incluso, familiar. Estaba seguro de haberla visto en las fotos de varios de sus discos. Por fin recordó quién era. <<Hay que joderse>>, se dijo, sin poder contener una nueva carcajada <<claro, cómo no>>. No podía creerlo, había reconocido a aquel hombre. Era el mismísimo Clifford Brown. Trompetista que compar­tiría gloria y cartel con su musa. Pronto cayó en una cosa. Volvió a mirar a su alrededor. Él era uno de los pocos blancos que se encontraba allí. Eso mismo debió pensar el propio Clifford al verle aplaudir como si fuera uno de ellos.
-¡Ha estado genial! -le dijo éste.
-¡Cierto! –contestó Martin, todavía desconcertado por su pre­sencia allí.
-¡Usted no es de aquí! –dijo Clifford, retomando los aplausos ante la insistencia de Sarah de salir al escenario.
-Soy europeo –dijo Martin-, de España. Usted... conoce a... –señaló hacia Sarah.
-Clifford comenzó a reír –¿Quiere conocerla?
Martin asintió.
En el escenario, Sarah se retiró hacia su camerino; momento que aprovechó el acompañante de Clifford para dejarlos solos.
-¡Brownie!, luego nos vemos –dijo el hombre.
-De acuerdo –le contestó Clifford, volviéndose hacia Martin-. Por cierto, soy Clifford...
-Brown –se anticipó éste-. Mi nombre es Martin Van Gelder, y también le doy a la trompeta.
-¿Lo dice en serio? –preguntó Clifford, con sorpresa.
-No toco como usted, ni muchísimo menos, pero...
-Bien, bien –le cortó su nuevo amigo-, podrá demostrarlo esta noche. –Martin le miró sin saber qué decir. Qué iba a decir si ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí-. Si no tiene otro plan y quiere venir con nosotros a tomar algo, claro. Usted queda invi­tado.
Martin se quedó mudo. No daba crédito a lo que estaba vi­viendo. El gran Clifford Brown le estaba invitando a tomar una copa con él y con su amiga Sarah Vaughan, una de las mujeres que él más admiraba. Evidentemente, no podía negarse a una pro­posición como aquella.
-Por supuesto que acepto –dijo Martin-. Este es el mejor plan que podía tener, pero acabo de llegar a la ciudad y…
-No se preocupe –dijo Clifford-, esta noche será usted mi in­vitado.
Las luces que iluminaban el interior de la sala se encendieron, dejando claro que el concierto había terminado y que todo el público debía abandonar el local. Era el momento de ver cómo los trajes oscuros, las camisas blancas y las largas corbatas negras domi­naban frente a los tejidos claros, y cómo los largos y ajusta­dos vestidos marcaban las alegres curvas de las mujeres de color. Las melenas sueltas y los moños recogidos se alternaban en fun­ción de su coloración. Las rubias lo llevaban suelto, seguramente imitando a alguna de las actrices hollywoodenses de moda; y las morenas preferían recogerlo en un apretado moño, copiando a sus ídolos femeninos musicales como la propia Sarah Vaughan o, su compañera de cartel, la mismísima Billie Holiday.
En el hall, el yeso y la piedra daban continuidad a un sistema de arcos sujetados por columnas corintias. Martin podía verlo desde el centro de la recepción. Sobre su cabeza, en lo más alto, se abría un techo abovedado. Él y su nuevo amigo, Clifford, avanza­ban entre la multitud que permanecía a la espera de ver a sus es­trellas.
Ya en el exterior, pudo ver el letrero que le indi­caba que se encontraba en la Calle 57 Oeste con la Séptima Avenida. Los luminosos que se alzaban sobre la entrada a la sala, anunciaban el nombre de las divas. Los afortunados que salían del interior se mezclaban con la multitud que no había podido hacerse con una entrada y con los viandantes que, ajenos al show, paseaban por las concurridas e iluminadas calles de la ciudad. Martin quería dete­nerse allí, contemplar aquel espectáculo, aquel New York de blanco y negro, pero Clifford tiraba de él abriéndose paso entre el gentío para dejar atrás aquella avenida y alcanzar la Calle 56 Oeste. Allí, en un estrecho callejón, se encontraba la puerta trasera del Carnegie Hall. Cerca de la solitaria salida, un Pontiac del 51 que se ocultaba bajo la oscu­ridad esperaba con el motor en mar­cha. Clifford abrió la puerta trasera e invitó a que Martin entrara en él coche. Éste obedeció y se sentó en el amplio asiento. Clifford se colocó a su lado. El conductor se volvió hacia ellos, permitién­doles ver que se trataba del hombre con quien antes habían com­partido butaca.
-Martin –dijo Clifford-, este es George Treadwell, agente, ma­nager y esposo de la señora Vaughan.
Pero a Martin le bastaba con oír aquel nombre. Sabía de sobra quién era George Treadwell. A pesar de que lo había visto en alguna foto, desconocía su imagen, pero lo sabía casi todo acerca de él.
-Mucho gusto –dijo Martin, ofreciéndole su mano-, soy Martin Van Gelder; de España.
George le extendió una de sus manos, y cuando ambas se es­trecharon en un amigable apretón, levantó la otra y le ofreció una petaca llena de licor. Martin no podía rechazar aquel trago, por muy malo que éste fuera. Así que aceptó de buen agrado; algo que causó buena impresión a sus dos acompañantes, y eso que Clifford era un hombre sano. Él ni bebía, ni fumaba, ni se drogaba, como hacían la mayoría de sus colegas contemporáneos.
-Martin también le da a la trompeta –dijo Clifford.
-¿Quién le gusta? –le preguntó George, sacando su pitillera y encendiéndose un cigarrillo que al momento, tras una bocanada, quedó claro que se trataba de marihuana.
Martin pensó. Tenía que tener cuidado. Se encon­traba en 1954 y no podía dar el nombre de ningún trompetista posterior a aquel año.
-Gillespie y Armstrong –dijo-, y, por supuesto –miró a su compañero de asiento-, Clifford.
-Claro –dijo George-. ¿A quién no le gustan Satchmo y Dizzy?
-Buck Clayton también me gusta –añadió Martin.
-No jodas, amigo –dijo George, atragantándose al oír aquel nombre-. Ese es un jodido cabrón.
-Sí –intervino Clifford-, es un cabronazo, pero hay que reco­nocer que es bueno.
-Es un bastardo hijo de puta –dijo George, pasán­doles el porro de hierba.
Clifford lo rechazó con un movimiento de su cabeza. Martin cogió el canuto y se lo llevó a la boca para darle un par de buenas caladas.
-La heroína –irrumpió nuevamente George- está acabando con Billie y ese cabrón y su amigo Prez -miró fijamente a Martin, quería que supiera de quién hablaba-, Lester, no hacen nada para salvarla, sólo la hunden más en esa mierda.
Pero en ese momento se abrió la puerta cercana a Martin y apareció el rostro de una mujer. Su piel oscura se perdía entre la negrura de la noche y la luz de algún que otro reflejo que, ininten­cionadamente, se arrastraba hasta allí haciendo brillar sus largos pendientes plateados. Martin los reconoció de inme­diato. Los había visto en muchas fotos. Sin ninguna duda, se trataba de Sa­rah, de su Sarah Vaughan, su musa del jazz.
Sarah se extrañó al ver un hombre blanco dentro de su Pon­tiac, del que escapaba un fuerte olor a hierba. Sólo había una ex­plicación para aquello. Tenía en su coche a un poli corrupto, uno de los muchos que se dejaban caer por aquel barrio.
-Traigo a Billie –dijo Sarah, pidiendo espacio para llevarla con ellos.
Al oír aquello, Clifford se bajó del coche y pasó al asiento delantero, junto a Goeorge. Martin se echó a la esquina y las dejó sitio en el amplio Pontiac.
-Sarah –dijo Clifford-, este es Martin, de España. Ha venido desde allí sólo para verte. Vendrá con nosotros y nos mostrará de qué es capaz con una King Silver.
-Encantada –dijo Sarah-, creí que era de narcóticos.
-El placer es mío, señorita Vaughan –dijo Martin.
-Anda, amigo –dijo Sarah-, dame ese cigarrillo. Billie necesita quitarse el mono.
Billie llevaba el pelo recogido en un brillante y trabajado moño, dos aros grandes y dorados en los oídos, y los labios pinta­dos de carmín, pero era cierto que no tenía buena cara. Su rostro, a pesar de ser negra, estaba pálido, y sus ojos, brillantes y acuosos, la delataban como una auténtica yonqui.
Sarah odiaba verla así.
-¿No tienes nada, George? –preguntó Sarah.
-Sólo me queda un poco de coca –dijo éste.
-Me vendrá bien –dijo la propia Billie.
Martin no dijo nada. No podía hacerlo. Se encon­traba com­partiendo asiento con dos de las mujeres de su vida. George le entregó la papelina. Billie la abrió y, sin más, se la esnifó de golpe. El ánimo de Billie pareció cambiar al instante, momento que George aprovechó para quitar el freno del coche.
-Bien, ¿al Birdland? –dijo el propio George, lanzando al aire su pregunta.
Todos miraron a Billie. Era como si dependiera de ella, como si ella tuviera la última palabra. Y la tenía, pues todos sabían que Charlie Parker, una de las peores compañías, el más yonqui de todos, estaría allí.
-¡No! –dijo Billie-, dejadme en el Hilton.
-Deberías venir con nosotros –le dijo Sarah, consciente de que la soledad la empujaría a encontrarse con la aguja.
-No –volvió a decir Billie-, no quiero daros la noche.
Sarah puso su mano sobre el hombro de su marido para que éste obedeciera. El Hilton Hotel no estaba muy lejos de allí. Que­daba justo detrás, en la Calle 53 Oeste con la Avenida de las Amé­ricas, la Sexta Avenida; mientras que el Birdland estaba en la 52 Oeste. Así pues, dejarían a Billie en su hotel y luego se dirigirían al Birdland, en aquel entonces uno de los mejores clubes de jazz de la ciudad. Un local de jam sessions en el que se juntaban mu­chos de los músicos que tenían sede en New York.
Cuando el Pontiac se detuvo junto a la entrada del Hilton Hotel y el portero abrió la puerta del coche, Billie se despidió de todos ellos. Martin, que la contemplaba en silencio, se compungió al ver sus húmedos ojos cuando ella lo miró para despedirse de él. En ellos podía ver cómo éstos le pedían ayuda, cómo necesitaban de él, seguramente conscientes de que sus otros amigos no podían ayudarla. Tampoco él podía salvarla. Conocía más que nadie de su futuro; sabía incluso el día de su muerte, el diecisiete de julio del cincuenta y nueve. Era el único que sabía que aquel sufrimiento duraría cinco años más, pero, aun así, no podía hacer nada por ella. Se despidió con una leve inclinación de su rostro. No podía dar crédito al ver cómo aquella mujer, musa y futura diva del jazz, salía del coche encogiéndose por la fuerza de la abstinencia y la necesidad de una dosis de su peor amiga: la heroína.
Al ver que nadie más descendía del coche, el portero cerró la puerta. Todos se volvieron hacia Martin. Se habían dado cuenta de aquella mirada de Billie. También él estaba emocionado, por lo menos así lo entendieron ellos al oír sus dulces y cariñosas pala­bras: <<es Lady Day>>.
Era cierto que ellos conocían aquel apodo de Billie, un nom­bre que, desde luego, hacía gala de su persona, pero lo que verda­deramente les había llamado la aten­ción fue la tierna mirada de ésta clavada en su nuevo amigo. Fue como si supieran que entre aquel extraño y Billie fuera a surgir algo más que una amistad. Y fue entonces cuando también la propia Sarah comenzó a verlo con otros ojos. Un blanco que parecía tener sentimientos ante una mujer de color. Martin había despertado su curiosidad.

La puerta del Birdland estaba abarrotada de ciuda­danos que querían entrar al local. En él se solían reunir muchas de las estre­llas jazzísticas del momento, lo que atraía a cantidad de fans y curiosos.
Cuando George detuvo su coche frente a la entrada, un grupo se abalanzó sobre el Pontiac en busca de alguna de sus divas.
-Yo la protegeré –dijo Martin, sorprendiendo a sus acompa­ñantes.
Sarah no dijo nada, pero fue evidente que no la había desagra­dado su propuesta. Martin salió del coche y, tras dar la vuelta al largo Pontiac, le abrió la puerta. Sarah asomó su pierna, luciendo una alta sandalia abierta. Un largo vestido plateado casi la cubría por completo, permitiendo escapar sus brazos, sus hombros y un generoso escote. Las pieles rodeaban su delgado cuello, prote­giéndola de la tímida y fresca brisa del comienzo del otoño neo­yorquino. Clifford también se bajó para ayudar a abrir camino.
-Aparcaré en Broadway –dijo George, reanudando la marcha.
Todos querían saludar y tocar a “La Divina”, que era el nom­bre que se oía por encima de todos con los que la aclamaban. Martin la rodeó con su brazo para protegerla y acompañarla hasta la entrada, donde, rápi­damente, el portero echó hacia atrás a los que estaban en primera fila y les dio la bienvenida.
 Cuando atravesaron el umbral del local, Martin sintió como si entrara en el paraíso. Estaba en el Birdland de la Calle 52 e iba a compartir whisky, marihuana y todo tipo de drogas con muchos de sus ídolos.
El barullo que llegaba de la parte izquierda invitaba a sumer­girse y perderse en él. Hacia la derecha, en el cabaret, todo parecía más tranquilo. Sarah, seguida de Clifford y Martin, tomó esa di­rección. No habían dado unos pasos, cuando un hombre se acercó a saludarla. Era un hombre mayor, de unos cincuenta años, casi calvo, más bien regordete y con un pequeño y despo­blado bigote sobre su piel oscura. Su sonrisa y sus brazos extendidos le pre­sentaron como un hombre afable. Abrazó a Sarah y le dio varios besos. Ofreció su mano a Clifford y se quedó mirando fijamente a Martin, como si tratara de reconocerlo.
-Señor Basie –dijo Sarah-, este es Martin Van Gelder, de Es­paña.
-Encantado, señor Van Gelder.
-El señor Basie ha instalado aquí su hogar –añadió Sarah entre risas.
-Señor Basie, es un placer conocerle –dijo Martin, sin poder creerse lo que estaba viviendo.
-¡Vamos Martin! –dijo Sarah tirando de él-, nuestra mesa está en aquella esquina.
Los tres se sentaron alrededor de una pequeña mesa baja de madera oscura entre los aplausos que llegaban desde las otras mesas. Al momento llegó un camarero que se ofreció a servirles lo que desearan.
-¿Qué quiere beber, Martin? –preguntó Clifford.
-¡Coñac! –respondió éste.
Sarah le miró fijamente y sonrió.
-Yo beberé lo mismo que el español.
-Pues que sean dos y yo lo de siempre –dijo Clifford, ponién­dose en pie-. Voy a ver si veo a George.
-¡Brownie! –le interrumpió Sarah-. Dile que consiga algo para empolvarnos la nariz. Tenemos que tratar bien a nuestro invitado.
Clifford asintió y los dejó solos.
-¡Sarah! –dijo Martin, llamando su atención-, Clifford y tú nunca habéis grabado juntos. Deberíais hacerlo, pues veo que tenéis un feeling especial.
Sarah volvió a mirarlo extrañada. Era como si aquel descono­cido se pensara que entre ella y Clifford hubiera algo más que una simple relación de amigos.
-¡Martin! –irrumpió ella-. Llámame Sassy. Así me llaman to­dos mis buenos amigos, incluido Brownie.
Pero en ese momento fueron interrumpidos por la llegada de otro hombre, otro hombre que también parecía tener buena rela­ción con ella.
-¡Hola, Sassy! –dijo el recién llegado, acuclillán­dose junto a ella y cogiéndola las manos-. ¡Has estado genial!
-¿Estuviste en el Carnegie Hall?
El hombre asintió.
-¿Has visto a Prez? –preguntó Sarah.
-Lester está colocándose –dijo el joven-. Busco a Clifford, queremos hacer una jam como la que hicimos para la grabación.
-¡Genial! –dijo Sarah, compartiendo su emoción con Martin-. ¿Estáis todos?
-Todos menos él.
-Está con George consiguiendo algo de polvo y hierba, pero no tardará.
-Cuida de él y, sobre todo, de sus pulmones.
-Sabes que Brownie no se pone –dijo Sarah-. Él es un jazzman diferente, él se cuida. Además –señaló a Martin, provocando que su corazón le diera un tremendo latigazo-, como último recurso, le tenemos a él.
El desconocido miró fijamente a Martin. Al momento, sus ojos se abrieron llenos de emoción.
-No me jodas que es el blanquito Baker del que habla todo el mundo.
Martin no pudo evitar reír. Él sabía perfectamente a quién se refería su, todavía desconocido, acompañante. En aquella época había muy pocos, contados, trompe­tistas blancos. Sin ninguna duda, se refería a Chet Baker. Le confundían con Chet Baker y eso le emocionaba.
-¡Martin! –irrumpió Sarah-. Este es Abdul. Ab, este es Martin Van Gelder, de España, él también le da a la trompeta.
-¿España? ¿En Europa? –repitió Abdul-. Creía que allí sólo se cantaba al franquismo y al nazismo.
-No seas malo, Ab –le recriminó Sarah-. Él no tiene la culpa de lo que haga su gobernante.
-Lo siento, señor Van Gelder –se excusó Abdul-. Luego deja­remos que nos demuestre de lo que es capaz un blanco europeo. Bueno, os dejo. Sarah, avisa a Clifford.
-No te preocupes, cuidaré de tu hombre.
Otra vez se quedaron solos.
-No le hagas caso –dijo Sarah-. Ab es buena gente. La muerte de su mujer, su estancia en África y su nueva religión le han des­colocado un poco, pero ya se está centrando otra vez; incluso ya ha recuperado el nombre de Art Blakey.
Al oír aquel nombre, Martin dio un salto de alegría. Él iba a tocar para toda aquella audiencia, para todas aquellas estrellas del jazz y el bebop neoyorquino del año 54. Si no quería hacer el ridículo, iba a tener que sorprenderlos; y sorprenderlos bien. Podía no gustar­les, pero desde luego iba a tener que hacer algo nuevo; y no había nada más diferente que su fiel Christian Scott. Su música quedaba a más de medio siglo de ellos y ninguno de los allí pre­sentes iba a llegar nunca a escucharla, a no ser que fuera desde el otro mundo. Él era consciente que, además de la edad, las drogas y el alcohol iban a acabar con sus vidas, incluida la de la propia Sarah, su compañera, la mujer que no dejaba de mirarle.
La llegada del camarero irrumpió el cruce de sus miradas.
-Aquí tienes, Sassy –dijo éste, dejando las copas sobre la mesa-. Dos coñacs y una soda para Clifford.
-¡Louis! –dijo Sarah-, dos más de lo mismo.
Sarah cogió una copa y se la ofreció a Martin. Después, tras alzar la suya en un brindis, se la llevó a la boca y se la bebió de un solo trago, obligando a que Martin hiciera lo mismo.
-¡Salud! –dijo Sarah-. Los europeos sabéis beber. Os gusta lo bueno, tenéis paladar.
Martin asintió. Aquellas alabadoras palabras le acababan de recordar su cita gastronómica con Albert. Le volvían a recordar su verdadera vida, la que había dejado atrás hacía algo más de una hora. Y lo que son las cosas, fue como si Sarah hubiera leído en su mente.
-¿Estás casado?
Martin no pudo negarlo. De haberlo hecho se hubiera visto delatado por la alianza que todavía lucía en su dedo. ¡Qué estúpido había sido olvidándose de ella! No tenía más remedio que afir­marlo. Pero, en ese mismo momento, llegaron Clifford y George.
-¿Has hecho algo? –preguntó Sarah a su marido.
Se sentaron y George insufló su pecho.
-Estás tratando con George Treadwell –dijo éste con una son­risa-, tu maridito, tu amor, tu manager, tu camello...
-Mi ruina –añadió Sarah, cortándole la palabra y despertando la risa de Clifford y, posteriormente, la de Martin. Risas que no gustaron demasiado a George.
-¡Toma! –dijo éste, arrojando la papelina sobre la mesa.
Sarah la cogió y se la entregó a Martin.
-¿Te preparas unas dosis?
Una vez más, Martin tuvo que decir que sí. Abrió la papelina y, tras coger la tarjeta del Birdland que reposaba sobre la mesa, picó el blanco polvo. Hundió la punta de la tarjeta entre las dimi­nutas rocas blancas y, extendiendo su mano bajo la atenta mirada de sus acompañantes, se echó un pequeño montoncito sobre la intersección de sus dedos pulgar e índice. Levantó su mano hacia Sarah y se la ofreció para que fuera ella la primera en probar la mercancía. Sarah sonrió ante su caballerosidad y acercó su nariz hasta la mano del español. Fue rápida. Desde luego tenía expe­riencia, pues el polvo voló hasta sus fosas nasales antes de que su achatada nariz entrara en contacto con la blanca piel de su nuevo amigo. Martin volvió a hundir la punta de la tarjeta en la papela y se la ofreció a Clifford. Éste negó con su cabeza, cediendo su turno a George y corroborando las palabras de Sarah de que él era un jazzman light. ¿Dónde se había visto que en aquellos años, un jazzman cuidara de su cuerpo?
George extendió su mano para que Martin la tiñera de blanco. Lo miraba atentamente y cuando el polvo resaltó sobre su oscura piel, se arrimó a ella para que nada se perdiera en el breve trayecto que llevaba su mano hasta su nariz. Como era de esperar, también él hizo gala de la potencia de sus pulmones, no en vano era trom­petista. Finalmente fue Martin quien esnifó su dosis antes de cerrar la papela y entregársela a Sarah.
-¡Clifford! –dijo esta-, ¿has visto a Art?
-Sí –respondió Clifford-, ya he hablado con él.
-Le he pedido a Art que deje que Martin suba con vosotros.
-¿Cómo? –gritó George, furioso-. Nunca has hecho eso por mí.
-Lo he hecho muchas veces –dijo Sarah-, pero nadie se fía de ti porque siempre estás demasiado colocado.
-Estoy harto de aguantar tus humillaciones –dijo George le­vantándose y marchándose.
-Yo no quiero...
-No le hagas caso –dijo Sarah, cortando las palabras del espa­ñol-. Hace tiempo que George sólo es mi manager.
Martin guardó silencio, pero se quedó con aquellas palabras. Unas palabras, una confesión que le daba vía libre para conquistar a Sarah. Estaba claro que el amor de ésta por su marido no iba a ser un obstáculo. Todo lo que las historias y las biografías sobre Sarah decían parecía estar confirmándose. Así pues, si se lo sabía hacer, él podía entrar a formar parte del grupo de amantes que “La Divina” poseía.
Otra vez, llegó el camarero y dejó las copas sobre la mesa, y, una vez más, Sarah lo detuvo antes de retirarse.
-¡Otra de lo mismo! –dijo éste antes de que ella hablara.
-¡No! –dijo Sarah-. ¡Ginebra, agua y limón!
Las miradas se clavaron en Martin. Todos tenían expectación por ver qué pedía el español.
-Tomaré lo mismo –volvió a decir éste, consciente de que su decisión agradaría a Sarah.
-Louis –dijo Sarah, mientras le dejaba un billete sobre la ban­deja-. Consíguenos algo de hierba. –Louis se retiró mirando a su alrededor en busca de algún camello conocido. Ella se dirigió a Martin-. Con la coca, la ginebra y el limón hacen que ésta baje mejor por la garganta.
En ese momento apareció otro joven que se acercó a ellos.
-¡Hey, Clifford! ¡Hola, Sassy! Clif, te estamos esperando.
-¡Venga, Horace, tómate algo con nosotros! –le dijo Sarah, cogiéndolo del brazo.
-Después, Sassy –dijo el joven-, ahora tenemos que subir al escenario.
Igual que había hecho Sarah con él, Horace enganchó a Clif­ford del brazo y se lo llevó poco menos que a rastras. Clifford estaba perezoso y no parecía tener muchas ganas de tocar.
Cuando se vieron solos, Sarah volvió a levantar su copa para brindar.
-¡Por nosotros! –dijo ella, con hambrienta mirada.
Sin darles tiempo para mucho flirteo, Louis regresó con las copas de ginebra y limón. Dejó la bandeja sobre la mesa y, con disimulo, por debajo, entregó la hierba a Martin. Se llevó las copas vacías y volvió a dejarlos solos. A Sarah le gustaba consumir, pero nunca se encargaba de preparar nada. Ella era famosa y la bofia de narcóticos siempre estaba buscando un caso escandaloso que les diera protagonismo. Mientras no la pillaran con nada, ella estaría libre. Si cogían a un don nadie, no merecía la pena montar el es­pectáculo para nada.
Pero Martin también hizo gala de su torpeza porrera y lió un canuto pequeño y gordo que clara­mente dejaba ver que lo que tenía en la mano no era un cigarrillo de tabaco. Tampoco hubiera colado, lanzando la humareda y el olor que éste desprendía.

Los primeros redobles de la batería de Art se deja­ron oír. Todo parecía estar a punto para que el concierto comenzara. Se apresu­raron en fumar rápida­mente, cogieron sus vasos de gin tonic y se acercaron al escenario. Hicieron hueco y se colocaron en primera fila. Horace ya estaba sentado a su piano y Clifford ya tenía la boquilla de su trompeta sobre sus labios.
Durante todo el concierto, Sarah y Martin perma­necieron allí de pie, moviendo su cuerpo al son de aquel bop rápido y ágil en el que cada uno de sus cinco integrantes dejó ver su virtuosismo. Desde los metáli­cos acordes pianísticos de Horace Silver, las cáli­das notas del saxo de Lou Donaldson y el omnipresente bajo de Curly Russell, hasta los atronadores solos de la batería de Art o la dulce y sensual trompeta de Clifford. Martin miraba a su alrededor y veía que allí nadie permanecía quieto. Desde luego, se encon­traba en la esquina del jazz, en el paraíso de la música.
A su lado, Sarah no dejaba de empinar el vaso y no hubo un solo segundo que ella no tuviera un cigarrillo entre sus dedos. Desde luego, pensó Martin, su muerte está avanzando segundo a segundo. Si quería conquis­tarla, tenía que ser rápido. Él no era un hombre de conquistas acabadas. Tenía que conquistarla mientras ella todavía fuera una estrella y, sobre todo, mientras su cuerpo incitara a ello. Hacía rato que George no daba señal de vida. Había desaparecido. Seguramente, como le había dicho la propia Sarah: <<Estará con alguna yonqui que se la chupe a cambio de un par de rayas>>. Había cosas que no cambiaban, ni siquiera en el 2008, pensó Martin. Unos pensamientos que, otra vez, le recordaron su verdadero origen. ¿Cómo había llegado hasta allí? No tenía ni la menor idea. Sólo recordaba que estando furioso cerró sus ojos deseando desaparecer y que al volver a abrirlos se vio en el Car­negie Hall neoyorquino de mediados de siglo. Tampoco tenía claro si quería o, lo que escapaba de su control, si podía regresar. De lo que ya no dudaba era de que se encontraba en el New York de 1954 y de que estaba con Sarah, Sarah Vaughan, una de las mujeres de su vida. De momento, la rabia de haber encontrado a su mejor amigo tirándose a su mujer, le impedía desear regresar junto a ellos. Así que conquistaría a Sarah y viviría aquella nueva vida hasta que, nuevamente, imaginaba sin saber cómo ni cuando, regresara a su Madrid de 2008; si es que ese momento se producía alguna vez.
Sarah lo cogió del brazo, como si se hubiera deci­dido a no dejarlo escapar. A cada golpe de baqueta de Art, ella levantaba su vaso y daba un profundo sorbo que calentaba sus cuerdas vocales y su corazón. Él seguía sin poder dar crédito a lo que estaba vi­viendo, pues fueron muchas, muchísimas estrellas del jazz, las que se acercaron a ellos para saludar a Sarah y, cómo no, a su acompa­ñante; él.
El público que abarrotaba la sala movía sus cuerpos al ritmo de aquellos cinco monstruos que apasionadamente unían un tema con otro. Sarah levantó su vaso para que Martin pudiera ver que ella ya había terminado su copa. Tuvo suerte, pues en ese preciso momento, Louis, el camarero se acercó a ellos. Llevaba una bote­lla de champán en la mano y se la mostró a Sarah.
-Louis señaló hacia la oscuridad-. Aquel hombre, quiere invi­tarles.
Sarah trató de ver de quién se trataba, pero no llegó a distin­guir su rostro.
-No la abras –dijo ella-. Llévatela y dile que en su lugar acep­tamos un par de copas de brandy.
Louis obedeció y se fue en busca del desconocido.
-Yo también odio el Champán –dijo Martin, anticipándose a ella.
-¿Cómo sabes que no me gusta?
-Lo he visto en tu cara –dijo él, despertando la sonrisa de una ya ligeramente tocada Sarah.
Pero, una vez más y ya eran muchas, se vieron interrumpidos por una nueva presencia.
-¿Qué tal Sarah? –dijo el hombre-. He oído que has estado genial.
-Gracias, Bird –le agradeció ella.
-¿Has visto a Billie?
-No, no la hemos visto. Andará por ahí. Ya sabes, Billie siem­pre anda por ahí.
Bird asintió cabizbajo. Parecía triste, desolado.
-Hasta luego, Sarah.
Martin no dejaba de mirarla. Sabía que ella había mentido a Bird, y también sabía por qué lo había hecho.
-Es Charlie Parker –dijo Sarah-. Está muy engan­chado a la heroína. No es una buena compañía para Billie. Él acaba de perder a su hija, lo que lo ha hundido más en la puta droga.
-¿Por qué te preocupas tanto por Billie? –dijo Martin-. Se dice que entre vosotras...
-Puede que no seamos muy amigas –dijo Sarah-, pero se trata de Billie, Billie Holiday. Ella se enfadó conmigo porque hace algunos años no la salude tras uno de mis conciertos, pero todo fue cosa de George. Ella acababa de salir de la cárcel y mi marido me dijo que no era bueno para mi carrera que me vieran con ella. Nunca me perdonaré aquel momento. Aun con esas, posterior­mente, fue ella quien intervino para que un agente del tesoro amigo suyo, me sacara de comi­saría antes de que llegaran a con­denarme. En otra ocasión, cuando yo estaba empezando, ella me regaló un vestido y unos zapatos. Nunca llegué a agradecér­selo. Por eso se lo debo.

Louis regresó con las dos copas de brandy. Sarah y Martin las levantaron en agradecimiento por la invita­ción. El desconocido alzó su copa de champán para aceptar las gracias. Era justo el momento en que los músicos concluían el tema, lo que levantó una gran ola de aplausos y silbidos.
Desde luego aquel coñac no era como el que habían bebido antes. El paladar de Sarah lo había notado, aquel era un licor de los mejores.
-Ese hombre también debe ser europeo. –dijo ella-. Los euro­peos sabéis cuidaros, no sois como nosotros, sabéis vivir. Yo des­cubrí el coñac y el brandy hace unos años...
-Yo estuve en tu primer concierto europeo –dijo Martin-, en Londres. En aquel Royal Albert Hall que enloqueció con tu voz.
-¿De verdad que estuviste allí? –dijo Sarah, total­mente emo­cionada.
Martin era consciente de que la estaba conquis­tando. A él no se le daban mal las mujeres, y mucho menos las que sólo buscaban a un hombre por su dinero; caso que no era el de Sarah. Él conocía toda su vida casi mejor que ella misma. Había leído varias bio­grafías suyas y sabía cómo tratarla y qué decir en cada momento.
Una vez más fueron interrumpidos por la llegada de otro hom­bre. Era algo mayor que ellos y debía rondar los cuarenta y cinco años. Llevaba el pelo engominado, como la moda marcaba, y un fino bigote.
-¡Hola, Sarah! No encuentro a Billie. –dijo este, mostrando su preocupación.
Era evidente que Billie era muy popular entre toda aquella gente.
-La hemos dejado en su hotel –dijo Sarah, sorpren­diendo nue­vamente a Martin.
-Iré a verla –dijo el hombre-. Adiós.
Martin continuaba con su mirada fija en Sarah, como si espe­rara una explicación de por qué, ahora sí, le había dicho la verdad a aquel hombre.
-Es Prez –dijo ella.
-Sí –se anticipó Martin-. Lester y ella son buenos amigos.
-Cierto –añadió Sarah-, pareces conocerlos.
-La prensa europea es muy profesional –dijo Martin.
-Suerte que tenéis –dijo ella, dejando escapar una irónica son­risa-. Aquí, hoy te ponen por las nubes y mañana te hunden en la mayor de las miserias.
Otra vez llegaron los aplausos y los silbidos. Clifford se ade­lantó a sus compañeros y tomó la palabra.
-Gracias, gracias –dijo calmando los vítores-. Hoy tenemos entre nosotros a un amigo, un amigo de Europa. También toca la trompeta, a pesar de que es un blanquito –todos rieron la broma- y quiere demostrar­nos que ellos, los blancos, también sienten nues­tra música en su corazón. ¡Martin! ¡Ven...! ¡Ven aquí...! ¡Vamos amigo...!
Sarah le animó a subir, lo que, evidentemente, le obligó a hacerlo. Todos los asistentes guardaron silen­cio. Era como si el mismísimo Gillespie estuviera sobre el escenario. Clifford le ofre­ció su trompeta y le dio un golpecito de ánimo sobre el hombro. Martin sonrió y se preparó para tocar.
-Bueno –comenzó diciendo-, ¿qué puedo decir? Es un placer para mí estar aquí, en el Birdland, en la esquina del bop, el paraíso del jazz. No esperen gran cosa de mí. Tocaré algo nuevo, algo que posiblemente ustedes no conozcan, pero esto es lo que hacemos algunos de los músicos blancos de Europa.
Sus desafiantes palabras levantaron un murmullo de descon­fianza que Blakey tuvo que acallar con uno de sus redobles. Sarah también ansiaba escuchar las notas de aquel blanquito que la es­taba conquistando. También ella lo sabía, era consciente que su corazón se estaba abriendo al español, pero no le importaba. No estaba dispuesta a decir que no al amor de un blanquito, eso sí, un blanquito europeo. Más le valía no conocer la verdadera historia de su familia.
La potente luz caía sobre Martin deslumbrando su pálida tez. Tras unas primeras y solitarias notas, Blakey trató de acompañarlo desde la batería. Martin se lo agradeció con una leve inclinación de su cabeza. Art había pasado tiempo en África y le había cogido el gusto a los ritmos pausados con cambios bruscos. Al momento, Lou Donaldson les siguió con su saxo alto. Martin le pidió que aguardara hasta que él le indicara que se uniera a ellos. Eso des­pertó algunas risas entre el público, un público nada acostumbrado a aquel ritmo tan lento. Pero Martin, dentro de aquel descono­cido estilo, no parecía hacerlo nada mal. Sarah movía su cabeza arriba y abajo lentamente hasta que Martin ordenó a Blakey que golpeara fuertemente sus platillos para, nuevamente, volverlos a hacer ca­llar. Martin no era malo, pero su ritmo no era digno de aquel bop que reinaba en aquel New York de 1954. Por eso el encar­gado del Birdland dejó que interpretara el tema, más bien por temor a que Sarah se enfadara con él y dejara de ir de vez en cuando a su club, y pidió a Blakey que continuaran ellos con su actuación.
Aun así, no faltaron los aplausos para el descono­cido blan­quito que malgastaba el cálido aire de sus pulmones soplando a través de un instrumento musical y no criticaba a los negros.
Cuando Martin volvió junto a Sarah, ésta le recibió con una copa y con varios halagos que lo llenaron de esperanza.
-En Europa siempre vais por delante –dijo ella-, vuestro estilo queda algo lejano para ellos, pero dentro de un tiempo te alabarán como a un dios.
Martin, consciente de que así iba a suceder, asintió quitándole importancia y levantó su copa para que ella brindara con él.
-¿Quieres que nos vayamos? –preguntó Sarah.
-Soy vuestro invitado –contestó él.
-Eres mi invitado –corrigió ella-, pues nos han dejado solos. Tenemos una botella de brandy y –le enseñó llaves del coche- un Pontiac. Seguro que encontramos algún otro paraíso. ¿Sabes con­ducir?
Martin tenía que asentir. No podía decir que no, aunque él nunca hubiera conducido un Pontiac del cincuenta y uno. Así que aprovecharon que el público se había volcado nuevamente con Blakey y sus colegas y se escabulleron hacia la salida trasera. Louis los estaba esperando con la botella de brandy oculta dentro de una bolsa de papel. Sarah le dio su buena propina y él los llevó hasta la puerta secreta. De esa manera evitaban un posible encon­tronazo con la prensa, pues ésta a veces se atrincheraba en la puerta tratando de pillar alguna exclusiva de aquellos reyes y reinas que acudían al Birdland para desinhibirse de sus puritanas y aburridas vidas públicas.

Los luminosos de la calle Broadway alumbraban cálidamente la infinita avenida. En ella, todos los viandantes parecían dirigirse hacia el mismo lugar: los locales de moda de la Calle 52, la calle del swing y del bop. Hacía un otoño muy veraniego. Acababan de entrar en él y las chaquetas colgaban de los hombros masculinos. Como sucedía antes en el Carnegie Hall, las melenas onduladas de las blancas y los moños recogidos de las chicas de color se mez­claban con los elegantes trajes de tono oscuro, las camisas blancas, las corbatas negras y los blancos zapatos puntiagudos de sus pa­rejas.
George no había aparcado el coche muy lejos. Siempre lo de­jaba en el mismo sitio; en la puerta del Hotel Bryant, junto al Broadway Theater, donde un joven botones de color cuidaba de él a cambio de algún que otro dólar. El chico veía, oía y callaba. Así se aseguraba una buena propina, aunque ésta siempre dependía del estado de ánimo de Sarah. Esa noche, por la agradable sonrisa del joven, ella debía encontrarse de lo más a gusto. Sarah le entregó las llaves a Martin para que se pusiera al volante. Éste, primero, abrió la puerta para que ella se sentara en el amplio asiento y, después, ocupó su puesto bajo la atenta, sonriente y confidencial mirada del joven.
Martin nunca se había subido a un Pontiac, pero no le resultó difícil hacerse con él. Investigó un poco y con la ayuda de la pro­pia Sarah lo pudo arrancar y poner en movimiento.
-¡Tú, dirás!
-Te voy a llevar a ver las verdaderas estrellas de New York –dijo ella con una sonrisa que invitaba a algo más.
-De acuerdo, pero tendrás que guiarme.
Sarah dejó escapar una carcajada y sacó la botella de brandy que escondía en la bolsa de papel.
-Da la vuelta hacia el Norte, y sube la ventanilla. Nos dirigi­mos a la playa de Long Island y vamos a cruzar Harlem y El Bronx.

Atravesaron Manhattan y las oscuras calles de las pobres ba­rriadas del Norte hasta llegar a una desierta carretera que bordeaba la costa atlántica. Durante un rato siguieron hacia el Norte aleján­dose de la ciudad. Cuando Sarah le hizo una indicación, Martin se echó a un lado y detuvo el coche. Lo había hecho en un pequeño y escondido mirador sobre un acantilado que colgaba frente al mar. Habían llegado a su destino. Abrieron las ventanillas y dejaron que entrara la brisa marina. No había más coches, estaban completa­mente solos. Sólo una brillante luna llena se asomaba frente a ellos dibujando una delgada línea plateada sobre el calmado y oscuro mar del Este.
Sarah volvió a empinar la botella y dio un buen trago, como si se estuviera preparando para algo. Después se la paso a Martin para que hiciera lo mismo.
-Así que éste es tu rincón secreto –dijo Martin, llevándose la botella a la boca.
-¿En Europa sois todos tan educados con las muje­res? –le pre­guntó Sarah-. Porque los americanos blancos no lo son, y mucho menos con una chica negra.
-¿Por qué dices eso?
-¡Bebe y fóllame! –dijo ella-. Necesito sexo. Quiero que me folles. Olvida tu trompeta. Esta noche no quiero un músico con dulces sentimientos, sino una bestia que me suba al cielo. Quiero correrme y soltar toda la adrenalina que se acumula en mi interior.
Martin bebió y se preparó para llevar a cabo algo con lo que había soñado montones de veces. Sarah salió del coche y echó el asiento hacia delante. Le dijo que hiciera lo mismo y que se sen­tara en la parte de atrás. Allí tendrían más sitio y les sería más cómodo y fácil moverse. Martin obedeció. Quien daba las órde­nes era Sarah, por eso cuando ella vio que él estaba preparado para recibirla, se remango el estrecho vestido hasta las caderas y se echó sobre él sin dejar de besarlo. Martin quedó paralizado. Estaba a punto de tirarse a una de sus fantasías sexuales; a la más musa de sus musas del jazz, a Sassy, a “La Divina”, a la mismísima Sarah Vaughan.
Esquivando sus largos pendientes, lamió su largo cuello de origen africano. Al momento, sus manos se posaron sobre sus voluminosos pechos. Los mordió una y otra vez, yendo de uno a otro a gran velocidad. Tal era la envergadura de éstos que, incluso a través del vestido, podía sentir la dureza de sus pezones, dureza semejante a la de unos redondos botones de plata. Ella se restre­gaba con fuerza adelante y atrás. Martin deslizó tímidamente la cremallera que quedaba a la espalda del vestido. Lo justo para que éste pudiera caer hacia abajo dejando casi al aire sus apetitosos senos. <<Menudo par de tetas>>, se dijo al comprobar que éstas escapaban de sus manos. Aquellas tetazas negras como el carbón sudaban de la misma manera que lo debían hacer sus partes más íntimas. Él sentía aquella humedad sobre sus piernas. La notaba sin siquiera haberse quitado su oscuro pantalón de entretiempo.
Las manos de Sarah comenzaron a hundirse por dentro de la camisa de su amante, y sus carnosos labios de carmín corrido dejaron varias marcas sobre su blanca piel. Con su ayuda, Martin se deshizo de su chaqueta, y ella la echó a un lado. Con esa liber­tad para moverse, y aprovechando la amplitud del Pontiac, Martin se tumbó sobre el asiento. Extendió sus piernas y con la punta de su zapato consiguió mover el espejo retrovisor que quedaba en medio del parabrisas. Se podía ver en el reflejo. Podía ver el culo de Sarah, un culo que brillaba gracias al sudor y la brillante luz de la luna que se mantenía frente a ellos. Lo apretó con todas sus ganas y comprobó que estaba duro como una roca. Pero lo que más le llamó la atención fue que ella no llevaba bragas. Sarah no dejaba de frotarse y él notaba que su polla ya estaba lista para penetrarla. Se decidió y, buscando la fuente de aquella humedad, hundió sus dedos en su entrepierna. La encontró rápi­damente, provocando que ella sufriera un inesperado espasmo que la obligó a incorporarse y a sentarse nuevamente sobre la cintura de su esclavo blanco. También ella estaba lista para permitirle el paso. Le soltó el cinturón de cuero y le abrió la bragueta.
-¡Venga, dámelo todo! –dijo ella, dejando ver su excitación y su deseo de ser atravesada.
Martin, que veía cumplido su sueño, no podía hacer otra cosa más que obedecer. Desde luego, él quería follarse a aquella mujer; y lo hizo una y otra vez, tantas como ella se lo pidió.


El sol comenzaba a asomarse por el horizonte del Este. El rojizo astro extendía sus haces sobre el calmado mar hasta que estos llegaban a impactar sobre el rostro de un feliz Martin. Él se había vuelto a pasar al asiento del piloto para que Sarah pudiera descansar bien en la parte trasera. Ella se había quedado dormida cuando, después de hacer el amor, había decidido acabar con la botella de brandy. Sin embargo, Martin no había podido dormirse. Había estado pensando en lo que se le presentaba como una nueva vida. ¿Tendría que olvidarse de su 2008 y de su pasado? Seguía sin una explicación de lo que había sucedido, pero no iba a tener más remedio que adaptarse. Tenía que ir en busca de su abuelo. Sabía que éste había huido a los Estados Unidos cuando el na­zismo fue derrotado. Nunca había llegado a verlo, pero su padre le había hablado de él. Sabía que él vivía en Los Ángeles. Iría a la ciudad de la costa Oeste en su busca, le contaría su vida y éste no tendría más remedio que acogerlo.
Estaba pensando en su plan cuando una musiquilla lejana llamó su atención. Creyó que se trataba de la radio del coche, pero recordó que él no la había puesto en marcha. <<¡Joder!>>. Aca­baba de reconocer la música de David Bowie. Esa era la melodía que él tenía como sintonía en uno de sus móviles; de los que se había olvidado. Inexplicablemente, éstos seguían funcionando. Quedó petrificado durante unos segundos. ¿Cómo era posible? Cuando volvió en sí, sin dar tiempo a que Sarah despertara de su profundo sueño, cogió su chaqueta; que seguía en el suelo desde que ella, en su frenesí, la había arrojado sin preocuperse por lo que había en su interior; y buscó en sus bolsillos. Cogió el teléfono y miró el display para ver quién le llamaba. No podía ser. Era Fran, su amigo. No tenía ninguna gana de hablar con él, pero algo le obligaba a hacerlo. Necesitaba oír qué le decía, ver si tenía el valor de contarle cómo le había jodido, o, mejor, como había jodido a su mujer.
-Síííí –contestó en voz baja.
Se encontraba en 1954 y si Sarah se despertaba y lo veía hablando con un pequeño y extraño aparato sobre la oreja, desde luego no iba a pensar nada bueno. Lo más probable era que lo tomara por un espía, un espía comunista, algo que, en aquellos años, era tan malo como ser el mismísimo diablo.
En cuanto contestó, Fran comenzó a echarle en cara que no había llamado a Clara. Según éste, ella se había enterado que su cita se había suspendido y como él no había dado señal de vida en todas las horas que había pasado, ella estaba muy preocupada.
-¿Qué hora es? –le preguntó Martin-. ¡Las ocho de la tarde! –se volvió a decir para sí, tras obtener respuesta.
Martin echó cuentas y asintió autoconvenciéndose de que no se confundía. En su 2008 habían pasado las mismas horas que él llevaba en el New York de 1954.
Fran no paraba de hablar. Preguntas y más preguntas que, nuevamente, volvían a despertar su rabia. Además, si él no había dicho nada de la cancelación de su cita, ¿cómo se habían enterado ellos? Sólo podía haber una explicación: Fran y Albert estaban juntos en algo, algo que él desconocía, algo que ellos le ocultaban. Cada segundo que Fran seguía hablando, él se enfurecía más. Se estaba poniendo furioso solamente con oír la voz de su traicionero amigo. Lleno de ira, cerró sus ojos. Otra vez, le estaban inva­diendo las ganas de vengarse de él, las ganas de presentarse en su casa y follarse su mujer. Recordó la suavidad de la piel de tigre y lo agradable que sería romperle el culo sobre aquel delicado tacto.
Cuando se dio cuenta, su interlocutor había cambiado. Ya no escuchaba la ronca y áspera voz de Fran, sino que quien le hablaba poseía una dulce voz femenina. Por un instante, creyó que Fran le había pasado el móvil a su mujer, a Clara, y que era ésta quien le hablaba y le pedía explicaciones, pero al momento se dio cuenta que no era ella, sino Celia. Eso lo desconcertó. Algo le decía que… Abrió los ojos. Su mente no le había fallado. Ya no estaba frente al mar de Long Island, sino en su archí conocida calle de Herrera Oria, la que le llevaba desde su casa de Puerta de Hierro hasta los lindes de La Moraleja, la misma en la que se había dete­nido obligado por la rabia.
Como si necesitara una prueba más para quedar completa­mente convencido de su regreso a su 2008, buscó la radio del Pontiac, pero ésta también había cambiado. El display seguía mostrando el nombre de SARAH VAUGHAN, y la voz de ésta continuaba escapando de los potentes altavoces Alpine del Lexus. Confuso, se miró en el retrovisor y vio que continuaba con el móvil sobre el oído. Se despegó de él y lo colocó en el soporte del manos libres. Al hacerlo, el volumen de la música descendió au­tomáticamente.
-¡Martin! ¿Estás ahí? –seguía diciendo la voz de Celia.
Tardó en contestar. Realmente había regresado a su mundo, a su Madrid de 2008. Eran las ocho de la tarde y él, por el rumbo que llevaba, iba camino de la casa de su amigo Fran y de su mujer, Celia, a quien él mismo había prometido follarse horas antes.
-¡Martin!, no querrás follarme ahora. Me deshice de mis invi­tados y me has dado plantón. Eres un autentico hijo de puta.
-¡Celia, Celia! –dijo finalmente Martin, tras unos segundos sin saber qué hacer-, lo dejare­mos para otro momento, pero te pro­meto que tu coño no se me escapa. Tenlo limpio y alegre porque en cualquier momento salto sobre él.
-¡Eres un jodido cabrón...!
-Yo también te quiero. Hasta luego, Celia.
Se quedó pensativo. El móvil seguía reposando sobre el so­porte del manos libres. Parecía un teléfono normal, pero él aca­baba de descubrir que no lo era. Su amigo Brunno había trabajado en él. <<Es un móvil solar, lo que le hace llevar un acumulador de energía>>, eso era todo lo que le había dicho Brunno cuando se lo dio para que lo probara. Pero, indiscutiblemente, para Martin, había algo más. El acumulador debía desprender unas ondas elec­tromagnéticas que actuaban sobre su cerebro proporcionándole cierto poder, un poder que le permitía la teletransportación. Desde luego, él no encontraba otra explicación para lo que acababa de vivir. Además, si él había viajado en el espacio-tiempo por qué no lo iban a hacer las ondas. Para éstas el tiempo no existe. Simple­mente, viajan en el espacio y da igual estar en 1954 o en 2008. Casualmente, hacía tan solo unos días que, a través del satélite, había visto un documental científico que defendía esa misma teoría. Pero, si él podía teletransportarse, ¿era el único que podía hacerlo? Debía de serlo, pues, de momento, nadie más usaba los móviles de su amigo. Sólo su mujer, Clara, y el propio Brunno lo hacían, pero ninguno de éstos habría alcanzado semejante estado de odio como para desear llevar a cabo tal desplazamiento espa­cio-temporal.
Sarah seguía cantando, lo que tampoco le permitió olvidarse de ella. ¿Sería capaz de volver a su lado?; se preguntaba; ¿de re­gresar hasta el Pontiac, a ese mismo instante en que la había aban­donado? Pensó en ello y decidió intentarlo. Se colocó el móvil sobre el oído y se auto-ordenó el desplazamiento, pero no lo con­siguió. Probó varias veces más, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Él estaba covencido que tenía ese poder, pero desconocía cómo llevarlo a cabo, cómo controlarlo. Así pues, todo volvía a su cruda realidad. De momento, no le quedaba otra que seguir con sus oscu­ros negocios de arte furtivo. Recordó su cita con Albert, el ban­quero catalán, y cómo Clara y Fran se habían enterado que éste la había cancelado. No tenía duda de que Fran y él tramaban algo. Podía llamarle y preguntarle por su mujer. Sí, lo haría. Tenía el teléfono en la mano, estaba dispuesto a hacerlo, pero se detuvo en el último momento. No se quería arriesgar a una teletransportación inesperada, le llamaría desde su otro móvil. Lo buscó en los bolsi­llos de su chaqueta, pero no lo encontró. Entonces recordó el mo­mento en que se quitaba la chaqueta y Sarah la arrojaba al suelo del Pontiac. Martin cerró sus ojos. No podía ser. El teléfono se había caído del bolsillo y había ido a parar debajo del asiento. Por eso no lo había visto. Su móvil debía estar en el Pontiac, en el New York de 1954. Si quería hablar con Albert, no tenía más remedio que coger el móvil que Brunno le había dado y llamar. Después de todo, tampoco tenía por qué pasar nada, lo había usado en otras muchas ocasiones y no se había movido de su sitio.
Buscó en la agenda y pulsó la tecla de llamada. Tras unos segundos, recibió contestación.
-Sí, sí... Me alegro que no haya sido más que un susto... Un simple mareo... Bien, no hay problema.... Mañana... A la misma hora en el mismo lugar... De acuerdo, mañana nos vemos... Hasta mañana.
Martin colgó y volvió a buscar otro número en la agenda del móvil.
-Sí, hola, Michelle, soy Martin. Ya sé que es algo tarde, pero necesito que me hagas una reserva para mañana. Sí, Madrid-Bar­celona. ¿Puede ser a las once menos cuarto de la mañana? –Esperó unos segundos-. De acuerdo, el IB 1046. Y la vuelta, si hay plaza en el 1845... Sí. Bien, perfecto, regreso a las siete menos cuarto de la tarde. Sí, eso es, Van Gelder. Bien, espero tu mensaje con el localizador. Muchas gracias.
Volvió a activar el móvil y con su voz ordenó una nueva lla­mada: <<Clara>>.
-¡Clara! –dijo cariñosamente, fingiendo alegría de hablar con ella-, ¿Qué tal va todo? Pues de visita de un lado para otro... Escu­cha... Tengo que ver a un amigo y luego iré para casa... Sí, sí, espé­rame ahí. Venga, un beso.
Colgó y se quedó pensativo. De momento, todo debía conti­nuar como si nada hubiera sucedido. Una vez más miró la pantalla del teléfono. Se lo llevó al oído y volvió a pronunciar un nuevo nombre: <<Brunno>>.
-Brunno, soy Martin. Sí, habíamos quedado para mañana, pero necesito otro móvil. Sí, con su número. ¿Quedamos donde siem­pre? Sí, ahora... No, no, ahora.
Colgó y durante unos segundos, se quedó mirando al frente, como si su mente se hubiera quedado en blanco. Cuando reac­cionó, echó el teléfono sobre el asiento del copiloto y arrancó el Lexus. Volvió a dar volumen al CD y... Sarah, su Sarah, volvió a entonar un nuevo tema. No podía seguir escuchándola si quería quitarse de la cabeza la idea de regresar hasta ella. Estaba seguro que eso sucedería cuando menos lo esperara; así había ocurrido antes. Se tranquilizó y pulsó el botón para que el cargador del CD cambiara de disco. Antes de que este comenzara a sonar, sobre el display, apareció el nombre del intérprete. Hacía unos minutos que lo había escuchado en la sintonía de su móvil. DAVID BOWIE. Pero esta vez no se trataba del Hang On To Yourself sino de su Heroes.

I, I will be King
and you, you will be queen
Though nothing will drive them away
We can beat them, just for one day
We can be heroes, just for one day….

Pero mientras Bowie seguía cantando, Martin se había que­dado en su primera frase. Ésta le había dado qué pensar. <<Él, él sería el Rey>>. <<El Rey>>. Desde luego, podía ser el Rey si llegaba a controlar ese poder para teletransportarse. Sería el Rey de todas esas reinas de la historia que él tanto había amado: de las reinas de sus estudios arqueológicos, de las reinas de sus muchas estrellas del cine y, cómo no, de sus divas de la música. Se con­vertiría en el amante de todas ellas, se convertiría en un amante del tiempo. Iría de un milenio a otro, de una civilización a otra, de una reina a otra follándoselas y viendo cómo todas ellas le suplicaban que no dejara de hacerlo. Martin se había decidido, sería el amante del tiempo de todas ellas.

Con todos sus pensamientos y deseos, Martin llegó hasta el punto de su cita con Brunno. Cuando ellos dos quedaban, siempre lo hacían en el mismo sitio. Brunno vivía en un antiguo edificio del barrio de Huertas, en un amplio ático situado a tan solo unas calles de la sede del Congreso de los Diputados. Desde allí, le bastaban unos minutos para presentarse en la puerta del Hotel Palace. Los negocios sucios no se hacen en bares de mala muerte, ni en una esquina de la calle. No, no. Los trapicheos millonarios se hacen en los hoteles y restaurantes de lujo, así como en los palcos privados de los estadios de futbol.
Fue el primero en llegar a la cafetería del hotel. Si bien es cierto que no tuvo que esperar demasiado, pues casi al momento, todavía no le habían servido la cerveza que había pedido, llegó Brunno.
Desde luego, Brunno tenía porte italiano. Era alto, fuerte, mo­reno y vestía elegantemente con un traje de, como no, Armani; camisa del propio Armani y corbata de Versace. La verdad, si nos olvidamos de su cara, perfectamente podía pasar por ser un clon del propio Martin. Unos zapatos oscuros de Prada completaban su uniforme.
Martin se levantó para recibirlo.
-¿Qué te trae por mi barrio? –dijo Brunno, sonriente y dejando ver su perfecto acento español, nada italiano.
-¿Has traído...? –dijo Martin, sentándose nuevamente.
Brunno se metió la mano en el bolsillo de su recién planchado traje y sacó el móvil que Martin le había pedido.
-¿Quién más usa tus teléfonos?
Brunno se puso serio. Parecía que aquella pregunta lo era.
-¿Qué coño quieres decir? Sabes que el CNI me tiene en su punto de mira. No puedo dar mis móviles a todo el mundo. Sólo los usas tú... y no sé si alguien más, porque no sé qué cojones haces con ellos. Hasta que los patente y me convierta en un ciuda­dano ejemplar no puedo venderlos a todo el jodido planeta.
-Vale, perdona –dijo Martin-. Estate localizado, puede que te llame y te encargue un trabajo. –Brunno lo miró fijamente-. Un trabajo de investigación –añadió Martin. Brunno asintió.
Martin cogió su nuevo móvil y se puso en pie para marcharse.
-Estás invitado a la cerveza –dijo, dejándolo solo.
Cuando Martin salió del hotel, el aparcacoches ya había sido avisado para que acercara su coche hasta la puerta. Le dio la pro­pina correspondiente, un billete de diez euros, y se sentó al volante con dirección hacia su casa. En medio de la Gran Vía, a la altura de Callao, se acordó del Broadway neoyorquino que había reco­rrido en el Pontiac unas horas antes. Necesitaba llegar a casa y darse una ducha.

La larga puerta de hierro del chalet se abrió permi­tiendo la entrada del Lexus. Walter todavía seguía trabajando en el jardín. Esta vez no hubo risas, sino, tan sólo, un serio cruce de miradas, como si todo siguiera en orden. Martin detuvo el coche a su lado y le dio permiso para que se marchara. Él estaba en casa y él mismo vigilaría a su mujer. Bajó el coche al garaje y, antes de subir a la casa, se pasó por la pista de squash. Tuvo que encender la luz para poder ver algo. Estaba desierta, pero él seguía viendo cómo Fran montaba a Clara. Fue la propia voz de ésta la que lo devolvió a la cruda realidad. Cada vez era más fuerte y cercana, lo que eviden­ciaba que ella iba en su busca. Si lo encontraba allí, mirando al vacío, podía darse cuenta que la había descubierto. Apagó la luz y fue a su encuentro.
Coincidieron en la puerta que accedía del garaje a la casa. Más bien chocaron y cayeron sobre el capot, todavía caliente, del Lexus. Los dos se vieron en la obligación de sonreír. Como solía ser habitual en Clara, ella llevaba puesto un salto de cama, uno semi­transparente de La Perla comprado durante uno de sus fre­cuentes viajes a New York. Sus pequeños y tiernos pezones; la mitad de tamaño, pero igual de duros que los de Sarah; apuntaban hacia lo alto. Su tanga tapaba poco más que el inexistente de Sassy. Su rubia melena caía hacia atrás y sus ojos claros ansiaban el deseo de ser amada. Martin apoyaba su propio trasero contra el Lexus. Ella estaba sobre él y, sin deshacerse de su sonrisa, deslizó su mano hasta el paquete de su marido.
-¿Cómo tienes el rifle? –dijo-. ¿Necesita una limpieza?
Martin no contestó. Después de todo lo que había pasado, no tenía palabras. Sólo podía sonreír, lo que bastó para que Clara se agachara en busca de su polla. Martin la detuvo y, levantándola y dándole la vuelta, la echó sobre el ardiente capot. Le habían en­trado ganas de follársela, pero ella se volvió y, con un empujón, lo colocó en la posición anterior.
-¡No! –dijo ella-. Hoy, mando yo. Te quedarás quieto y de­jarás que te la chupe, pero, eso sí, sólo te correrás en mi boca. Ya me he lavado el pelo y no quiero tener que meterme otra vez en la ducha. –Lo miró seriamente-. No te corras fuera o te acordarás de mí para toda tu vida.
Martin no tuvo más remedio que callar y dejarse hacer. Así que ella se arrodilló a sus pies y, sacándole la polla, comenzó a chupársela, metiéndosela hasta el fondo, como si su boca fuera su propio coño. Pero como era de esperar, Martin se la tenía jurada. Por eso en el momento de correrse, fingió no poder aguantar más el placer y la sacó, corriéndose en su cara y su pelo.
Ese había sido su ansiado comienzo de venganza. Nunca había disfrutado tanto con una corrida; más cuando Clara le dijo que había quedado con Fran y Celia para cenar. Su táctica consistía en hacerla entrar en la ducha con él; su amplia ducha de tres metros de largo por un metro y medio de ancho; y una vez allí penetrarla con toda su rabia. Estaba convencido que ella iba a decir que no, porque, como él sabía, su coño ya había tenido bastante fiesta por ese día. Y así suce­dió. Clara fingió estar enfadada por no haberla hecho caso y le prohibió que su polla volviera a acercarse a su cuerpo hasta que ella lo considerara oportuno. Momento al que no había querido poner fecha.
Clara se volvió a lavar el pelo sin entretenerse en sus otras partes y salió para secárselo, dejando a Martin debajo de uno de los dos chorros de agua que caían a modo de cascada. Él la obser­vaba con una gran sonrisa a través del empañado vidrio transpa­rente. Estaba feliz y relajado, tanto que se había sentado sobre la robusta banqueta de madera amazónica que siempre dormía en el pequeño recinto de brillantes y diminutos azulejos de gresite. La tenían allí para usarla cuando algunas veces decidían hacer el amor en aquel lugar; uno de sus preferidos: bien en el invierno, bajo la ardiente y abrasadora agua que terminaba por arrugar sus cuerpos, o en el verano, bajo el frío y refrescante chorro que ten­saba sus músculos hasta que el cansancio se hacía más fuerte y conseguía doblegarlos. Desde allí podía verla moviéndose desnuda por la habitación. El aceite de las cremas hidratantes la hacía bri­llar bajo la potente y cálida luz. En la ducha, sobreponiéndose al ruido del agua, se escuchaba la trompeta de Dizzy Reece; fuera, al otro lado del cristal, en la habitación, el equipo musical de la me­silla de noche reproducía un viejo tema de los Simple Minds. Clara se movía con él mientras se secaba el pelo con el secador inalámbrico que su marido le había regalado. Martin la observaba bailar. Contemplaba cómo su perfecto y brillante culo se movía acompañando la voz del, entonces, jovencito Kerr, y cómo sus afilados pechos botaban con los golpes de la batería de Gaynor. Él conocía a aquellos músicos, pero conocía mejor las eróticas partes de su mujer. Recordó cómo muchos años antes la había conocido, y cómo, en unos apasionados minutos, la había enamorado.

Todo sucedió en un horrible y aburrido cumpleaños de la ma­dre de Clara. Su padre, político todavía en activo en aquel mo­mento, había organizado una cena sorpresa. Martin había caído allí por pura casualidad, pues fue su amigo Fran quien le había pedido que lo acompañara. Los padres de Fran eran amigos de los de Clara y parecía que unos y otros estaban empeñados en que la relación entre sus hijos llegara a buen puerto, aunque la novia no parecía estar demasiado de acuerdo. Era verano y no habían invi­tado a mucha gente. Simplemente se trataba de una pedida de mano, una pedida que quedaba en manos de sus padres; la auten­tica y verdadera fiesta ya llegaría cuando los dos jóvenes hubieran aceptado entregarse el uno al otro. Pero las cosas no tomaron buen camino. Clara, que se había disgustado con aquella encerrona de su padre, decidió darse un baño en la piscina del jardín. Las luces que la iluminaban estaban apagadas para evitar que los mosquitos que aquel verano habían invadido la ciudad tomaran su jardín como base de sus molestos ataques. Mientras sus padres, bajo la mirada del callado Fran, discutían los planes de boda: fechas, lugares, invitados y todo lo demás; Martin aprovechó para acer­carse a Clara. Sentía compasión por ella y le daba pena verla tan triste.
Clara estaba dentro del agua, pero apoyaba sus brazos sobre la piedra que bordeaba la piscina. Estaba pensativa, con su mirada perdida en la oscuridad de los árboles que escondían la casa. Cuando Martin trató de animarla diciéndole que todo saldría bien, ella sonrió y lo invitó a acompañarla. Él se excusó diciendo que no tenía traje de baño, pero ella le dijo que no se preocu­para pues ella tampoco lo llevaba puesto. Se había quedado con el sujetador y las bragas. Si él llevaba calzoncillos, era suficiente. <<Vamos, seguro que llevas unos bóxer largos>>, le dijo ella, dejándole ver su agra­dable y desolada sonrisa. <<Nadie se va a ente­rar, están dema­siado ocupados>>. Martin sonrió. No podía negarse a los deseos de una desesperada chica que veía cómo sus padres y los de su tímido prometido discutían su futuro sin contar con ella. Se quitó la ropa y se metió en el agua con cuidado de no hacer ruido y llamar la atención. Durante unos minutos, trató de animarla hablándole de lo bueno que era su amigo y, sin conocerse dema­siado, sólo sus nombres, ella acabó llorando en sus brazos.
Martin había descubierto que aquella joven de veinticinco años le gustaba y le atraía. Ella debió de verlo en sus ojos, algo que la emocionó obligándola a separarse de él. Volvió a apoyarse contra la pared, extendiendo sus brazos hasta la verde hierba que trataba de alcanzar el agua. Martin la siguió y la abrazó por detrás. Sin saber cómo y sin desearlo, él se estaba poniendo como una moto, se estaba calentando a la temperatura de aquellos calurosos días. También Clara notó aquel calentón, lo sintió a su espalda, justo entre sus piernas. Martin necesitaba hacerla suya y ella... ella, simplemente, necesitaba que se la metieran. Martin se quería controlar, no podía hacérselo con la futura mujer de su mejor amigo, pero ella sacaba su culo apretándolo contra su erguido miembro. Él no se decidía, pero ella se restregaba suplicando que no la dejara allí sola. Martin lo vio en su cara, en sus ojos, en sus pensamientos: <<Necesito que me folles, ahora>>. Martin levantó su vista hacia la casa. Todos estaban bajo el pórtico, al otro lado de una enorme mosquitera que habían colgado para protegerse de las picaduras, alrededor de una mesa, comiendo, bebiendo y discu­tiendo cómo, cuándo y dónde llevar a cabo aquella unión. Pero, una vez más, el inquieto culo de aquella belleza se frotaba con su barra de hierro. Tenía que hacerlo, sino le iba a ser imposible salir del agua sin que todos se dieran cuenta que estaba empalmado. Así que, sin deshacerse de los calzoncillos, se la sacó por un lado y tras apartar, con la ayuda de la impaciente Clara, la fina tela del tanga, se la clavó de un seco golpe. Clara saltó con el impacto hasta casi sacar medio cuerpo fuera del agua, pero al caer éste volvió al mismo sitio de donde había salido. Ella sentía cómo aquel miembro lamía todo su interior, cómo salía y cómo volvía a entrar. Martin la aplastó contra la pared de la piscina, pero ella no sólo no sentía ningún dolor, sino que se excitaba más al ver cómo los demás seguían discutiendo sin enterarse de que otro hombre se la estaba follando a tan solo una decena de metros de ellos.

Martin seguía en la ducha, bajo el chorro de agua. Sin darse cuenta, con aquel recuerdo, se le había puesto la polla tan dura como entonces. Clara seguía moviéndose con su grupo ochentero preferido. Ya se había puesto la braga, un tanga de hilo dental negro que sólo servía para diferenciar las dos mitades de su per­fecto trasero. Él continuaba viéndola a través del empañado cristal. Igual que en su primer encuentro, otra vez, deseaba salir co­rriendo, cogerla en brazos y sentarla sobre su encendida polla hasta que su adorado Jim Kerr se quedara sin voz, pero sabía que ella no estaba dispuesta a ello. Su coño estaba escocido y necesi­taba algunas horas para recuperar su textura y su flora. De la misma manera que años atrás le había sucedido en la piscina, ahora, necesitaba bajar su calor. Se la podía menear allí mismo, en la ducha, lo había hecho alguna vez, pero, haciendo caso de una sabia voz que en alguna ocasión había dicho que las auto mastur­baciones se tienen que llevar a cabo cuando uno se va a acostar porque nunca se sabe que, o con quien, se puede encontrar ese día, prefirió dejar que fuera el chorro de agua fría quien se encargara de bajarle la temperatura. Clara había quedado para cenar con su amigo Fran y su mujer, y si ellos se pasaban un poco tonteando lo más mínimo, él haría lo imposible para perderse unos minutos con la compañía de Celia y se desahogaría con ella.
Cuando salió de la ducha, todavía la tenía morci­llona. Clara ya había dejado el secapelos y ya se había puesto uno de sus ajusta­dos vestidos de Valentino, uno rojo fuego que dejaba al aire gran parte de su pecho.
El meloso Jim Kerr había terminado su sesión, cediendo el honor a otra de las bandas de los ochenta. El señor Morrisey can­taba con sus gorgoritos acompa­ñado por sus colegas ingleses. Clara le hacia el dúo con su perfecto inglés aprendido durante su juventud en un prestigioso colegio suizo. Martin iba de un lado a otro con la toalla enrollada alrededor de su cintura. Se acercó a su vestidor, una habitación mediana que quedaba a un lado, justo frente a la de su mujer, y abrió varias puertas. Sacó un pantalón y una camisa y los colgó de los tiradores dorados de las puertas. Frente a éstas, a su espalda, había un pequeño lavabo que colgaba de la pared y un largo espejo que reflejaba su imagen. Martin cogió una cuchilla y tras repartirse la espuma por la cara comenzó a afeitarse. Apoyó el brillante filo sobre su piel y... se detuvo. Algo rondaba su mente. No podía afeitarse. ¿Y si en algún mo­mento de aquella noche se teletransportaba al New York de 1954? ¿Y si conseguía volver junto a Sarah? Pero entonces la cosa no quedaba ahí, no sólo no podía afeitarse, sino que tenía que vestir como antes. Eso no era problema, pues tenía un montón de cami­sas y trajes iguales. Así que se lavó la cara para quitarse la espuma y guardó la ropa que había sacado. Descolgó otro traje igual que el que había llevado ese día, otra camisa blanca y la misma corbata y comenzó a vestirse. Dizzy Reece seguía acompañándolo, pero el virtuosismo de su trompeta había dado paso al protagonismo de su amigo Art. El joven Blakey, Martin todavía podía verlo con su humeante cigarrillo arrugado colgando de sus labios, golpeaba sus baquetas contra los platillos, algo que haría algunos años más tarde, justo en el 59, cuando Art y Dizzy se unieron para grabar el maravi­lloso Star Bright que ahora sonaba.
Cuando Martin, ya listo, llegó al salón, donde Clara le espe­raba con una copa de vino en la mano, ésta se sorprendió al verlo. Era como si él acabará de entrar en casa, algo que había sucedido un par de horas antes.
-Te estás echando a perder –le dijo su mujer-, ni siquiera te has afeitado.
Pero a Martin no le preocupaban las reprimendas de su esposa, él tenía otros planes, Unos planes que ni siquiera sabía si los iba a poder llevar a cabo. Única­mente deseaba que éstos sucedieran.
-¿Nos vamos? –preguntó él, iniciando la marcha.
-¿A dónde? –dijo Clara, haciendo que su marido se volviera hacia ella.
Martin la miró sin mostrar sorpresa. La verdad es que le daba igual.
-Ahh, no sé –dijo él-, tú has quedado.
-Ni te has molestado en preguntar a dónde vamos –dijo Clara, dejando la copa de vino sobre una mesa y echándose sobre el hombro su bolso; un precioso bolso de Prada del mismo color que su vestido.
-¿Qué importa? Siempre acabamos donde tú quieres.
-He quedado en el Furama –dijo ella, encaminán­dose hacia las escaleras que la conducían al garaje.
-¿Otra vez al Furama? –dijo Martin, cogiendo un mando a distancia y apretando uno de los botones; suficiente para que la música que sonaba en el salón, los repetitivos Keane, y todas las lámparas se apagaran poco a poco hasta dejar únicamente un par de luces de emergencia.

Ya sentados en el Lexus, camino del Furama Restaurant, Clara bajó el volumen de la música. Siempre lo hacía para poder hablar; algo que a Martin le enfurecía; él prefería ir escuchando a sus músicos preferidos.
-He hablado con Celia –dijo ella.
Martin asintió mirando al frente. La escuchaba.
-Me ha dicho que quiere tener otro hijo.
Ahora sí tuvo que volver la mirada hacia su mujer. Se rió, pero siguió sin decir nada.
-Fran no quiere –siguió diciendo ella-. Dice que hace tiempo que no hacen el amor.
Martin siguió sin desviar la mirada. Iba condu­ciendo, aunque sus pensamientos no estaban en la carretera. <<Si te folla a ti, para que va a follar con ella>>, pensó para sí.
-Dice que él no se fía de ella –añadió Clara-. Teme que no se ponga el DIU y le haga cargar con otro mochuelo.
-Fran es un tío listo –dijo Martin, finalmente.
-¡Sí, los dos sois muy listos! –dijo Clara furiosa, volviendo a llamar la atención de su marido, a quien no faltaron ganas de con­tarle lo que había visto aquella mañana en su propia pista de squash.
Martin estaba tan ensimismado en sus pensamien­tos que, otra vez, tuvo que ser su mujer quien le avisara del desvió que los sacaba hasta la Avenida de Valladolid.
En la plaza de Príncipe Pio, dejaron el coche en el parking y caminaron hasta el Furama, donde una joven española los recibió y los acompañó al ascensor que los subía hasta la segunda planta. Al abrirse la puerta metálica, una oriental de corta edad y estatura; por su corte de pelo parecía la hermana de Bruce Lee; ataviada con el típico traje japonés, los recibió y los acompañó hasta su mesa. Martin y Clara eran archico­nocidos, pues siempre hacían la misma reserva. Fran y Celia todavía no habían llegado, y sólo el joven samurái, con su cinta de motivos orientales sobre su frente para detener el sudor que la plancha de teppan­yaky le proporcio­naba, les sonrió a su llegada.
Éste tenía todo listo para ponerlo sobre la ardiente plancha. Martin y Clara se sentaron ayudados por la joven Lee, quien de­volvió la sonrisa al robusto cocinero que quedaba algo más alto que ellos.
-¿Algo pala bebel? –preguntó la joven con tierna voz infantil.
-¡Vino! –se anticipó Clara.
-¿Tinto o losado? –volvió a preguntar la lolita asiática, bajo la atenta mirada de su colega.
-¡Cava! –intervino Martin, despertando la mirada de su mujer.
-¿Qué cava quiele? ¿Condón Niu?
-No, Condón Niu, no –dijo Martin-. El mejor que tengas.
-Está bien, señol –concluyó la joven, dejando una última son­risa al sandokan coreano que ya manejaba el machete cortando las piezas de shashimi y dejando claro que entre ellos había algo más que trozos de shushi. Algo que sólo pareció percibir Martin, pues su mujer seguía mirándolo con sorpresa.
-¿Qué pasa? –le dijo finalmente éste, al ver que ella no dejaba de mirarle-. A falta de champán francés, tomaremos cava. Las burbujas me ponen a cien. Creía que a ti también.
Clara no dijo nada, como si no hubiera oído a su marido, Se limitó a coger una copa en su mano y a ver si ésta estaba sucia.
-¿No limpia? –preguntó el joven cocinero.
Clara no contestó. Lo negó con una escueta sonrisa.

El Furama Restaurant era un restaurante teppan­yaky. Uno de esos mediocres locales de moda que pretendía ser más de lo que era. El sitio no estaba mal. Era bonito y, a decir verdad, la comida estaba bastante buena. Para Martin, sólo tenía una pega, una gran pega: como su precio no era excesivamente alto, iba cualquiera. Cualquiera con un mínimo de dinero para gastar y un nuevo gusto, o tontería, por la comida oriental. Ahora, también tenía algo a su favor: dado su mediano alto precio, la ausencia de niños estaba casi garantizada. Además, sus techos eran altísimos y había bas­tante espacio entre mesa y mesa; bueno, más de lo habitual. Como en ciertas partes no había mucha luz, sino más bien poca, incluso se podía meter algo de mano al acompañante. Por supuesto, la decoración era típicamente oriental. El color reinante era el wenwe salpicado con el verde de alguna que otra planta tropi­cal. Un buen escondite para deshacerse del mordis­queado trozo de shushi que los novatos embadurnaban en exceso con wasabi.

El cava llegó acompañado de un metre. Ya no venía la dulce amante del teppanyakyllero, sino alguien que parecía saber más del negocio. El precio de la botella de cava era garantía de que en aquella mesa iba a quedar una buena propina. El joven metre, posiblemente familia del dueño, ofreció la botella a Martin para que éste palpara su temperatura. Clara, ofendida por no haber sido ella la encargada de dar el visto bueno, miraba atentamente espe­rando que éste hiciera algo mal para recriminárselo. Tras el visto bueno de Martin, comenzó a abrir la botella mientras lanzaba otra sonrisa al cocinero. Esa sí la había pillado Clara. Allí también parecía haber algo más que shushi. Martin también la había ca­zado. O el metre se lo hacía con sandokan y éste se lo hacía con la chiquita joven de la “L” o los dos se lo hacían con ella a la vez.
Esta vez sí. El joven metre fue listo y dejó que fuera la dama quien probara primero las refrescantes y diminutas burbujas que trataban de escapar de la copa. Clara sonrió. Ella también era alguien, y, por supuesto, aquel cava podía ser el peor de la bodega, que en su paladar sabía a gloria. Al recibir la orden de los labios de su bella clienta, el metre terminó de llenarle la copa y sirvió la de Martin. Dejó la botella dentro de la cubitera que la joven “L” había dejado a un lado y se retiró dejándolos solos. Martin cogió su copa y la levantó en un brindis. Clara no sonrió, pero hizo lo mismo hasta que el “clinc” se dejó escuchar.
-Luego te voy a follar viva –le dijo Martin, lleván­dose la copa a los labios y haciendo que el rápido del cuchillo detuviera su corte durante un breve instante.
También Clara detuvo la trayectoria de su copa antes de que ésta llegara a su destino.
-Ya te he dicho antes que no, que tu...
-¡Vamos, Clara! –le cortó Martin-. ¿Me vas a castigar como a un niño por correrme en tu cara? ¡Lo he hecho cientos de veces!
El joven samurái bajó su mirada y obligó a que sus cortes fue­ran más delicados y precisos. No quería perder ni sus dedos ni ningún detalle de aquella intere­sante conversación. Luego él podría aplicarla a su amada, o amado, o a los dos.
-No te castigo por correrte en mi cara –dijo Clara-, eso me da igual. –La cara de Sandokán se iluminó-. Sino por hacerlo en mí pelo. Me has obligado a volver a lavármelo. –Martin la miraba sin poder evitar reír-. Mira cariño –siguió diciendo ella-, tu polla va a estar lejos de mí hasta que mi coño necesite de ella, y aun así todo dependerá de cómo te portes.
¡Cómo me porte!, pensó Martin. ¡Cómo se iba a portar!, y más, después de presenciar la impresionante llegada de sus ami­gos. Fran era el de siempre: nadie; pero ella, Celia, estaba más deslumbrante que nunca. Había salido del ascensor dando un des­acelerado giro a su cabeza que había hecho saltar su larga melena rubia hacia atrás, dejando a la vista unos brillantes aros dorados de al menos diez centímetros de diámetro; o por lo menos así le pare­cieron a Martin desde la distancia que los separaba; unos veinte metros. Había quedado prendado. También a Clara le había pasado lo mismo. Incluso el joven samurái tuvo que detener su cuchillo a fin de no dejar parte de su dedo listo para pasar por la plancha.
Celia parecía medir más de lo habitual. Sus finos tacones de media palma la levantaban del suelo como si de un ángel se tra­tara. Porque eso parecía ella; un ángel. Un ángel que había salido en busca de... Martin pensó en busca de qué podía haber salido aquella reina que pasito a pasito, golpe a golpe de cadera, se acer­caba hacia él. Por un momento la vio sobre la plancha de teppan­yaky, ligeramente tostada y abriendo sus largas piernas encintadas por los tobillos a la campana extractora que se encargaba de lle­varse todos sus gemidos y jadeos. No se imaginó follándosela, como seguramente ella deseaba, sino comiéndosela poco a poco. Iba a empezar desde los dedos del pie, desde sus plateadas uñas que brillaban igual que el acero inoxidable que la sujetaba; las iba a lamer, a bañar con su saliva, con las burbujas de aquel cava que se había detenido antes de llegar a su garganta. Apoyaría su copa sobre la planta de su pie y a cada gota que cayera resbalando por su delgada pierna la seguiría con su lengua, con sus labios, con sus perver­sos pensamientos. Y cuando no pudiera más, daría potencia a la plancha, la justa para que su concha se abriera con el calor y necesitara de toda la humedad de su boca, de sus dientes, para ponerse a punto. La coci­naría el coño como nadie se lo había coci­nado. Y cuando éste derramara todo su jugo, entonces, sólo enton­ces, la usaría con el mango de su cazuela, su polla, con la misma polla que ahora, debajo de la mesa, pretendía abrirse camino entre el delicado tacto del algodón. Martin había quedado petrificado al ver cómo sus tetas trataban de escapar de su corto vestido plateado de Dolce & Gabbana y que sólo los dos hilos que se hacían pasar por tirantes se valían suficientes para mantenerlas en su sitio. Ahora, eso sí, permitién­dolas un vaivén que hacía que sus tersos pezones rozaran la seda desprendiendo diminutas descargas eléc­tricas. Y qué decir de aquellas caderas resaltadas por la gruesa cadena de oro que recorría su cintura esculpiéndola con unas inci­tantes curvas.
El joven samurái tuvo que quitarle la copa de la mano y de­jarla sobre la mesa, pues Martin no reaccio­naba ante la, ya, cer­cana presencia de la pareja. Pero, y ¿dónde terminaba aquel ves­tido? O mejor dicho, ¿dónde empezaba? El delicado dobladillo de puntilla que le ponía fin llegaba poco más abajo que el comienzo de sus duras nalgas, tan sólo unos centíme­tros por debajo de éstas. Desde luego, en aquel cuerpo, el aerobic y el pilates mantenían firme todo lo que una mujer deseaba tener en su sitio.
Y su rostro. No había duda de que Celia se sabía cuidar. Siempre lo había hecho, siempre con la ayuda de las cremas y de algún que otro retoque de bisturí. Pero qué coño, parecía una diosa con ganas de marcha, de mucha marcha.
Mientras Clara y Fran se saludaban como si hiciera tiempo que no se veían. Martin y Celia, conscientes del engaño de sus parejas, cruzaron sus secretas miradas y sus ocultos pensamientos. <<Eres un jodido gilipo­llas>>, pensaba ella. <<Si llego a saber que me ibas a esperar así, me hubiera pasado por tu casa esta tarde>>, pensó él cuando los dos se arrimaron para darse los dos besos de rigor. Por cierto, ¿qué aroma era aquel? ¿Qué perfume se había puesto Celia esa noche? Martin nunca la había olido y visto con tanto frenesí, o, por lo menos, nunca había tenido tantas ganas de follársela como en ese mismo momento.
-¿Qué tal, Martin? –dijo Fran-. ¿Recuperado de la paliza de esta mañana?
Martin se limitó a sonreír. Si supiera el mamarra­cho de su amigo todo lo que había pasado él ese día.
-¡Invitaré, yo! –dijo Fran, proponiendo que cambiaran sus si­tios y sentándose frente a Clara, lo que también obligaba a que Martin y Celia quedaran cara a cara. –Así por lo menos ganarás algo de mí.
<<Algo de ti, gilipollas>>, pensó Martin. <<Yo te voy a decir lo que voy a ganar de ti. Me voy a comer todo el flujo de tu mujer, y si tú no quieres tener un hijo con ella, lo tendrás aunque no quie­ras, o, por lo menos, cuidarás de él>>.
Otra vez, llegó el metre y volvió a servir las copas.
-¿Están listos?
Todos asintieron. Entonces, éste hizo un gesto para que San­dokan, que ya lo esperaba, comenzara a poner los trozos de pes­cado y carne sobre la plancha.
-¿Te ha contado Martin que hoy ha perdido al squash? –dijo Fran, dejando ver su sonrisa.
-¡No! –contestó Clara-. Últimamente no me cuenta mucho de lo que hace.
-Cuéntaselo tú –dijo Martin-. A ti te hará más ilusión decir que me has ganado seis mil euros.
-Sí, es cierto, pero he de reconocer que hoy me lo has puesto difícil, bastante más que otras veces.
Las caras de las dos mujeres no parecían sobresal­tadas. Que sus maridos se jugaran ese dinero en un partido de squash o de golf debía ser de lo más normal de todo lo que pasaba en sus vi­das. Se gastaban millo­nes en algunas cosas absurdas y luego raca­neaban y miraban por unos céntimos en otras.
-Y bien –dijo Martin, tomando la palabra-, ya sabéis que yo he tenido que cancelar mi cita de Barcelona. Mañana por la mañana iré a ver a mi hombre. Pero y vosotros, ¿qué habéis hecho todo el día?
La primera en tomar la palabra, también fue la primera a quien Martin miró: Celia. Ésta levantó su copa sin poder evitar que su dedo meñique apuntara al frente y, tras mojar sus coloridos y ar­dientes labios, habló.
-He estado todo el día en casa recibiendo una visita tras otra. Hoy, todos los jodidos vecinos han venido a verme. No tienen otra cosa que hacer y vienen a darme la chapa.
Los dos, Martin y Celia, volvieron su cómplice mirada hacia sus acompañantes, quienes se vieron en la obligada tarea de entrar en conversación. Clara levantó su copa. Bebió un considerable trago, lo iba a necesi­tar, y soltó su lengua.
-Pues yo también he estado jugando al squash, pero he jugado con mi otro yo –Fran fue el único en reírle la gracia-, y –miró a su marido- yo no he perdido seis mil euros.
-Sí los has perdido –dijo Fran, tratando de hacer gracia-, pero también los has ganado.
Ahora fue Clara la única que consiguió reír. Celia y Martin se miraron con gesto de no aguantar más.
-Y tú, Fran –dijo Martin-, ¿qué has hecho después de despe­llejarme?
-Pues...
Fran, como no podía ser de otra manera, a él le costaba más mentir a su amigo, también bebió un largo trago de cava, un trago que no pudo saborear, y tomó aire.
-Pues... Yo he estado todo el día en mi despacho. Hoy he te­nido mucho trabajo.
-¿Estás con algún caso interesante? –preguntó Clara, sin ningún interés. Simplemente trataba que su amante no la cagara y fueran descubiertos.
-¡Oh, sí! –contestó éste, centrándose en ella-. Tengo varios casos.
Por suerte para ellos, fueron interrumpidos por el joven samurái.
-Poder coger –dijo éste, ofreciendo varias bandejas repletas de salmón y atún rojo crudo.
Martin las cogió y las dejó en medio de la mesa para que los cuatro alcanzaran sin tener que estirarse demasiado. Todos cogie­ron sus palillos y pinzaron un trozo de pescado. Celia y Martin guardaron silencio y se dedicaron a comer, pero Fran y Clara se enfrascaron en una conversación mano a mano para ver quién daba más la razón al otro. Un baboseo que estaba poniendo ner­viosos a sus acompañantes.
La botella de cava fue cayendo poco a poco, casi también en otro mano a mano entre Celia y Martin. Ellos no hablaban dema­siado, tampoco escuchaban mucho, se limitaban a comer y a dar rienda suelta a sus obscenos y secretos deseos. De vez en cuando, se miraban como si hasta ahí pudieran soportar y como si ese fuera el momento en que debían escabullirse y darse un desahogador y vengativo repaso. Desde luego, Martin estaba deseando que Celia le hiciera una mínima señal. Su polla seguía firme y lista para el asalto, un ataque que no presagiaba mucha espera.
-Si me perdonáis, tengo que ir al baño –dijo, por fin, Celia, levantándose y pidiendo paso a su marido.
Clara y Fran siguieron con su conversación. Mientras, Martin contemplaba cómo el tímido sudor que aquella situación había provocado en Celia, hacía que su vestido se pegara a su piel divi­diendo su acora­zonado trasero en dos. Martin no podía dejar de ver su nariz dentro de aquella húmeda hendidura y de sentir el sabor de su excitante sudor en su lengua mientras lo lamía de abajo-arriba.
Antes de tomar el ascensor, el baño se encontraba en la pri­mera planta, Celia lanzó una última mirada hacia la mesa. Real­mente ésta iba dirigida al único hombre que parecía prestarle aten­ción. Martin había captado la señal que estaba esperando, había recibido la orden de ataque.
-A mí también me vais a perdonar –dijo ponién­dose en pie y sacando uno de sus móviles del bolsillo-, pero tengo que hacer una llamada.
-Estás perdonado –dijo Fran, excusándolo, casi sin levantar la vista.
Martin se dio cuenta que el joven samurái le miraba con una amplia sonrisa; al muy jodido no se le había escapado nada.
-¡Trabájame bien! –le dijo Martin, obligándolo a bajar sus ojos hacia la plancha.
Aceleró su paso y, en vez de tomar el ascensor como había hecho Celia, bajó por las escaleras. Llegó hasta el baño de mujeres y empujó la pesada puerta. De los dos pequeños servicios, uno estaba abierto y se podía ver que allí no había nadie, lo que evi­denciaba que Celia estaba en el otro.
-¡Celia! –dijo tratando de no levantar demasiado la voz.
La puerta se abrió sin dejar ver quién estaba detrás. Martin entró y cerró con pestillo. Allí estaba ella, mirándolo fijamente a los ojos. Él trató de hablar, pero ella le cortó tapándole la boca con la yema de sus dedos perfectamente manicurados. Martin los chupó y los mordió. Ella le penetraba la boca con ellos. El servicio no era excesivamente grande comparado con los de sus casas, pero más que suficiente para poder echar un buen polvo salvaje. Martin la cogió por la cintura y la empujó contra el lavabo, un pequeño lavamanos de acero inoxidable con un único grifo. Los dos podían ver sus rostros reflejados sobre el espejo. Otra vez volvió a captar su seductor aroma. Se acababa de perfumar. Olió su terso cuello y, por su embriaguez, creyó reconocerlo. Se detuvo y volvió a inspi­rar profundamente. No podía ser. <<Jodida Celia>>, se dijo. <<Que hija de puta>>. Aquella fragancia era inconfun­dible. Celia se había perfumado con Nº I Imperial Majesty, el más caro de los perfumes existentes en el mercado. Unos dos mil euros por un frasquito de treinta mililitros. La besó en el cuello. Tenía que probar si su sabor también le provocaba el mismo grado de em­briaguez y…, sí, lo hacía. Era como si se encontrara sepultado por miles de rosas. Pues, según la representante del perfume, en una sola gota de éste se almacena la esencia de ciento setenta rosas, además de toques de jazmín árabe, sándalo indio y vainilla de Tahití.
-¡Vamos, no tenemos mucho tiempo! –dijo Celia.
Martin la miró fijamente. Ella tenía razón, pero él no estaba dispuesto a salir de allí, como bien había imaginado antes, sin comerse aquel sudor que conti­nuaba naciendo y resbalando entre aquellas excitadas nalgas. Ella siguió mirándose en el espejo, pero él se agachó hasta quedar poco más abajo de su cintura. Le levantó el vestido y comenzó a lamerle los dos cachetes. <<No tengo tiempo>>, se dijo, recordando las palabras de su amante. Así que se dio la orden para que su lengua llegara más allá de lo que tra­taba de impedír­selo el esquelético tanga y degustó su sabor. Con veloces lengüetazos arriba y abajo la obligó a despegar sus finos tacones del oscuro suelo de cerámica. Mien­tras se incorporaba, sus dedos continuaban hurgando en su infinita sima. Otra vez, podía verla sobre el espejo. Sus ojos, cegados por el ardor que ascendía hacia su mente, se habían cerrado, y sus finas y peque­ñas fundas dentales mordisqueaban tímidamente su labio inferior. Ella volvió a sentir el cálido aliento en su nuca y echó su mano hacia atrás para buscar lo que estaba segura que iba a encontrar: una polla tiesa y con ganas de atravesarla. La apretó con fuerza. Estaba lista para ser penetrada. Martin obedeció y abrazándola por la cintura, la acercó a la taza de váter. Bajó la tapadera de éste y cogiendo uno de sus muslos desde abajo lo levantó hasta que ella apoyó su sandalia sobre el impoluto inodoro. Así, con una de sus piernas en alto, la penetraría más fácil y, sobre todo, más profunda­mente. Se bajó la cremallera de la bragueta y, con la ayuda de Celia que se presentó voluntaria para cogerle su desnuda polla y colocársela en el lugar ideal para que ésta no encontrara obstáculos, empujó con todas sus ganas. Vaya que sí empujó. En un principio, la frecuen­cia del periódico movimiento no fue muy alta, pero sí cada vez más intenso. Intenso y profundo, sobre todo cuando ella echaba su respingón culo hacia atrás intentando oponerse a sus embistes, unos embistes que se hacían más fuertes cada segundo. Una fuerza que se dejó vencer cuando los dos alcanzaron su objetivo.
Celia quería que aquella humedad se mantuviera dentro de ella, que no corriera por sus largas y suaves piernas, así que arrastró con ella a su semental hasta que consiguió alcanzar el papel higiénico. Arrancó una larga tira y se la colocó a modo de compresa para que Martin pudiera sacar su empapada polla. Levantó la tapa y, manteniendo la distancia, se agachó sobre el inodoro. Alzó su vista hacia él y, con un gesto, le dijo que espe­rara, que no se marchara; lo que éste aprovechó para acercarse al lavabo y purificarse de la pegajosa humedad que envolvía su pene. Celia ocultó el tanga dentro de una bola de papel y lo echó a la basura. Cogió algo de agua en su mano y se lavó la entrepierna. Martin la observaba en silencio. Ella cogió su bolso y sacando de él un tanga limpio se lo puso como si acabara de salir de la ducha de su casa.
-¿Venías preparada? –le dijo él, sin poder evitar una sonrisa.
-Nunca se sabe –dijo ella, echándole a un lado y saliendo pri­mero-. Espera un minuto.
Martin se quedó esperando a que pasara el largo minuto. Se refrescó la cara y se miró en el espejo. Lo había hecho. Por fin, lo había hecho. Se conocían desde hacía años y él siempre había pasado de sus insinuaciones, pero ahora acababa de follárserla. Se había vengado. Se había cepillado a la mujer de su mejor amigo, a la esposa de quien se follaba a su mujer. Parecía justo: ojo por ojo diente por diente. Y, a decir verdad, estaba encantado de haberlo hecho. Sin embargo, aquella tontería que su mujer y Fran se lleva­ban entre manos le ponía furioso. Porque podía llegar a entender que en un momento dado se lo hubieran hecho, como él acababa de hacer, pero aquel juego estúpido que se traían le llenaba de rabia.
Estaba dispuesto a salir de allí y cortar su patético baboseo. Celia se lo iba a agradecer, pero algo detuvo sus pensamientos. Su móvil estaba vibrando. Lo sacó y miró la pantalla. ¡Clara! ¡Clara le estaba llamando!
-¿Qué pasa? –contestó.
-¿Qué haces? ¿Por qué nos dejas solos? Venimos a cenar y tú te escapas para hablar con tus colegas. Ven aquí ahora mismo.
Martin, rabioso, apretó los dientes y rugió como un furioso león. Necesitaba poder controlar su poder. Necesitaba desaparecer. De repente, se vio deslumbrado por una potente luz que le obligó a desviar la vista. Cuando sus pupilas se cerraron permitiéndole ver nuevamente, descubrió que había sido el sol lo que le había cegado. Un sol brillantemente cálido que lamía un mar azulado y manso, un sol cuyos rayos se colaban a través del parabrisas de su coche. Se llenó de emoción. Otra vez lo había hecho. Levantó su vista hasta el espejo retro­visor, y allí, en su reflejo, pudo ver a Sarah, su Sarah. Seguía dormida como cuando él la había dejado, como cuando él se había teletransportado. Había pasado algunas horas en su Madrid de 2008 y, ahora, había regresado a un segundo después de su marcha. Eso le sugería que si volvía a regresar a su Madrid, podía hacerlo llegando tan sólo un instante después de su teletransportación, a ese mismo momento en que hablaba con su mujer en el baño del Furama Restau­rant. Podía pasar horas, días, meses, en el New York de 1954, que regresaría al punto de tiempo que él deseara. Además había dado con el quid para dominar su teletransportación: le bastaba con tener activo el móvil, es decir con línea, y estar muy furioso. Esa parecía la clave para que ambas ondas; las electro­magnéticas de su móvil y las de su cerebro; interactua­ran y él consiguiera el movimiento espacio-temporal. Una tremenda alegría invadió su mente, lo que le hizo imposible evitar reir. Ahora sí lo tenía claro: se iba a convertir en un amante del tiempo, en un jodido cabrón amante del tiempo.


Otra vez se encontraba en el New York de 1954 junto a Sarah Vaughan, “La Divina”. Ella seguía durmiendo. Eso le daba tiempo para pensar. Entonces se acordó del teléfono que había perdido, el móvil que debía haber caído al suelo del Pontiac cuando Sassy, en su desenfreno, le había quitado la chaqueta y la había echado a un lado. Buscó por debajo de los asientos, por los huecos que quedaban entre éstos, miró en sus pies por si había ido hasta allí tras el impulso de alguna descontrolada patada, pero no lo encontró. Entonces le entró la duda de si lo había perdido en su Lexus. Bueno, si era así, no tenía por qué preocuparse. Ya lo recu­peraría cuando regresara a su tiempo.
-¿Buscas algo? –irrumpió la grave voz de Sarah.
Martin levantó su vista hasta el pequeño espejo que le permitía verla.
Era la primera vez que la veía con la luz del día. A pesar de que Sarah era de piel negra, el cálido sol que llegaba del Este se la aclaraba otorgándola un tono dorado. Era increíble, ella acababa de despertar de una alcoholizada siesta nocturna y parecía que continuaba de fiesta. Su corto pelo rizado seguía perfectamente modelado; sus cejas, simétricamente perfiladas, dibu­jaban el co­mienzo de una tímida y borrosa sombra de ojos que hacía resaltar, todavía más, sus enormes ojos oscuros; sus pestañas, largas y afiladas, parecían no tener fin; y sus labios todavía conservaban parte del carmín que la hacía tan ardiente y deseada. Martin la veía maravillosa, y sintió orgullo de sí mismo. Orgullo por habérsela tirado y orgullo por las veces que se la iba a volver a tirar.
-Puede que busques esto –dijo ella, mostrándole el móvil-. ¿Quién coño eres?
-No es fácil de explicar –dijo Martin, pensando en algo que lo sacara de aquella situación.
-¿Eres un jodido espía nazi? ¿Ruso? ¿Un agente del tesoro, o eres de narcóticos?
Martin vio su oportunidad en las mismas palabras de su com­pañera. Estaba claro que no podía decir que viajaba en el tiempo gracias al diminuto aparato que ella tenía en su mano. Tampoco que era, como ella podía pensar, un espía nazi. La guerra contra la Alemania Hitleriana estaba muy reciente y si le inves­tigaban podían obligarle a desvelar su verdadero pasado, o, lo que era lo mismo, el pasado de su familia, concretamente de su abuelo, un fugitivo genocida del Tercer Reich que vivía en la ciudad estadou­nidense de Los Ángeles. Claro está, que ser un espía comunista era casi peor en aquellos difíciles años de Macarthismo americano. No podía ser de narcóticos porque él se había drogado con ella. Bueno, eso no importaba demasiado. En su 2008, los polis tam­bién se drogaban y después detenían a la gente por hacerlo. Así pues, no tenía más remedio que reconocer que ella le había descubierto.
-Sí –dijo Martin-, soy un hombre de la Ley.
-Espera –dijo ella-. Pon la radio, las malas noticias las asimiló mejor con algo de música.
Martin encendió la radio y subió el volumen. Una chica can­taba con dulce voz.
-¡Escucha! –dijo Sarah, invitándolo a que afinara el oído-. Es Kitty Kallen. Esta canción ha estado diez semanas en el número uno, ¿puedes creerlo?
Martin esperó a que ella lo mirara, pero cuando lo hizo, ésta, rápidamente, se lanzó en su defensa.
-¿Seguís a George? Él se encarga de mis ganancias. Yo no sé ni lo que cobra por una de mis galas.
-No –dijo Martin, tratando de calmarla-, no sigo a George. Ni tampoco te sigo a ti. No voy detrás de ninguno de tus amigos. Soy miembro de la Comisión Internacional de Policía Criminal. Tene­mos la sede en Paris y estoy aquí para colaborar con el F.B.I. y la C.I.A. en asuntos de la guerra fría, el nazismo y el tráfico de ar­mas. Y no puedo decir más, ya sabes demasiado.
 Sarah quedó desconcertada. Ella sabía que Billie había tenido varios líos con <<Los tíos del Tesoro>>, como la propia Billie solía llamarlos, pero no podía comprender qué hacía aquel español allí, comiéndole el coño como lo había hecho. Por sus explicacio­nes y por lo que había entendido, ella no tenía de qué preocuparse. Si él estaba a su lado era porque le gustaba el jazz y, sobre todo, porque adoraba su compañía. Pero había otra cosa: ¿qué era aquello que tenía en la mano?
-Es un teléfono –le dijo Martin, provocando que Sarah se echara a reír-, un teléfono inalámbrico.
Sarah no podía creerlo. Era más que probable que su blanquito fuera de esa organización contra el crimen, casi todos eran blancos porque los malos eran siempre los negros, pero aquello tan pequeño no se parecía en nada a un teléfono. Si era más pequeño que su polla, y, además, no tenía cable.
Martin tenía que hacer algo para convencerla y lograr que se quedara tranquila. Sacó el nuevo móvil que Brunno le había entre­gado y marcó su otro número. Al momento, el móvil que ella tenía en la mano comenzó a vibrar. Sarah gritó y soltó el teléfono.
-¡Cógelo! –dijo Martin-. ¡Cógelo y pulsa el botón verde!
Sarah lo miró fijamente. No sabía si fiarse de aquel aparato, pero Martin tenía otro igual pegado a su oído. Si no era malo para él, tampoco lo sería para ella. Cogió el móvil y pulsó el botón que él le había dicho. Lentamente se lo acercó al oído.
-¿Qué tal, Sarah? ¿Has dormido bien? –le preguntó Martin con una sonrisa que consiguió convencerla.
También ella se echó a reír. Era cierto, aquello era un teléfono.
-¿Lo has pasado bien? –dijo ella-. ¿Te gusta como follamos las negras?
-¿Qué quieres que hagamos? –preguntó Martin.
-¡Comer! –contestó ella con gran rapidez.

Pero en ese momento fueron interrumpidos por el locutor de la emisora de radio. –Bien, bien, aquí seguimos, en la NBC radio, tu radio. Y después de este magnífico Little Things Mean A Lot, continuamos con nuestro número uno, el número uno de la se­mana. -La música volvió a tomar presencia-. Ella es Rosemary Clooney y su Hey There.

-Hacía tiempo que no echaba un polvo en el coche –dijo Sarah.
-¿A dónde vamos? –le dijo Martin, dejando claro que esperaba sus indicaciones para iniciar la marcha.
-Follar, me da hambre –dijo ella-. Iremos a desayunar al Har­lem. ¿Conoces el Braddock Grill, junto al Apollo Theater?
Martin lo negó con la cabeza mientras extendía su mano para que ella le devolviera el móvil. Sarah le miró fijamente.
-Lo necesito –dijo él.
-Tienes otro, di que lo has perdido.
-No me creerán.
-Tampoco creerán que te follas a una negra porque te gusta como canta. Éste será tu precio por hacerlo.
Martin no podía hacer otra cosa. Iba a tener que dejar que Sa­rah se quedara con su móvil.
-Está bien –dijo finalmente-, pero tenemos que poner unas reglas. De lo contrario puede ser peligroso. Sólo estará activada la vibración y nunca contestarás a ninguna llamada. Sólo a las de este número. De la misma manera, sólo me llamarás a mí, y, sobre todo y más importante, sólo lo harás cuando estés sola. Nunca lo uses si estás acompañada. Nadie debe ver ese aparato. Es un Secreto de Estado, y si te cogen con él, te pueden acusar de trai­cionar a tu país. Dirán que trabajas para los comunistas.
-Entiendo –dijo ella-. Sólo lo usaré con mi blanquito preferido.
Se guardo el teléfono en el bolso.
-Venga, tengo hambre, pon el coche en marcha y vámonos.
Mientras Martin arrancaba, Sarah se pasó al asiento delantero.
-Desayunamos y te dejo –dijo Martin-. Tengo una cita con Jimmy Fletcher y unos tíos del F.B.I.
Sarah le miró en silencio. Ella sabía muy bien quién era Jimmy Fletcher. Como había dicho antes, una vez que la policía la había llevado a comisaría, Billie llamó a un amigo suyo del Tesoro para ayudarla y sacarla de allí, pues ese amigo no era otro sino el mismísimo Jimmy Fletcher.
-Bien –consintió ella, finalmente-. Yo me pasaré por mi hotel. Quiero darme un baño.
Martin obedeció y sacó el coche del cercano acantilado. Con la luz del día, podían ver el desastre que unas semanas antes habían causado los huracanes Carol y Edna en toda la costa.
-Han muerto más de cien personas –dijo Sarah, mientras con­templaban el desolador panorama-. Ahora estamos en calma. Siempre llega después de la tormenta.

Estaban hablando de huracanes cuando el locutor de la NBC tomo la palabra nuevamente. –Y ahora, cuando son las siete de la mañana de este domingo 29 de septiembre, un par de noticias de especial interés: El USS Nautilus, el primer submarino nuclear de la armada estadounidense, ya surca los mares en defensa de nuestro país. Y... algo que nos afecta más de cerca a los neoyor­quinos: Los daños del huracán Edna se calculan en más de cin­cuenta millones de dólares. Pero qué vamos hacer, amigos. Hay que superarlo, y qué mejor que hacerlo con buena música. Buena música como la de un joven que lleva camino de arra­sar. Ya lo está haciendo entre nuestras jovencitas. Él es... –hizo un pausa-, sí, claro que sí, han acertado. Su nombre, Elvis Presley y su éxito That’s All Right Mama.
El tema de Elvis comenzó a inundar el Pontiac de la misma manera que sus trompetistas preferidos solían hacerlo en su Lexus. Martin estaba emocionado. El Rey todavía sonaba como una nueva promesa; eran sus comienzos.
-Me gusta este blanquito –dijo Sarah-. Dicen que mueve sus caderas y su alma como si fuera uno de nuestros hermanos.
Martin no pudo evitar reír. Él sabía hasta dónde había llegado y en qué se había convertido El Rey, pero no podía decir nada, ni siquiera que lo había escuchado.
Acompañados por los éxitos de la NBC radio, atra­vesaron El Bronx y llegaron hasta Harlem. Como era domingo, todos los comercios y tiendas de la Calle 125 estaban cerrados, y los vian­dantes que se movían a esa temprana hora lo hacían para ir a las iglesias baptistas del barrio, sobre todo a la Lagree Baptist Church, muy cercana al Apollo Theater y al Braddock Grill.
Cada vez que pasaban por uno de los innumerables baptiste­rios, Sarah lo miraba emocionada. Martin sabía que ella, al igual que Billie y otras muchas reinas del jazz de aquellos míticos años, había comenzado cantando en el coro de alguno de aquellos gru­pos de gospel con los que los predicadores atraían a sus fieles; creyentes que en aquel barrio no eran pocos.
El Pontiac avanzaba por la Calle 125 bajo la atenta mirada de algunos vecinos que habían reconocido a una de sus niñas del jazz. Ninguno de ellos, ni la propia Sarah tampoco, olvidaba su estre­llato en el Apollo Theater cuando, siendo todavía una cría, ganó un concurso para aficionados. Ahora, todos la veían asomando su deslumbrante rostro por la ventanilla de aquel Pontiac, un fla­mante coche que además era conducido por un chofer blanco. Una negra, una hermana, que tenía un chofer blanco. Aquello era grande para ellos. Grande y, desde luego, esperanzador.

Y ahora vamos con un señor que ha resurgido de sus cenizas gracias a su reciente óscar por su inter­pretación en la película “De aquí a la eternidad”. Él es Frank Sinatra y su versión del tema de Styne & Cahn, “Three Coins In The Fountain”.

La voz de Sinatra tomó fuerza sobreponiéndose a las notas de Styne.
-Otro blanquito que tiene buena voz –dijo Sarah, volviéndose hacia Martin.
-Los blanquitos también sabemos hacer las cosas –dijo éste con una sonrisa.
Sarah se echó a reír.
-Canta bien, pero puede que en la cama no sea tan bueno –dijo ella. Martin la miró dubitativo. Él había leído biografías suyas en las que siempre hablaban del actor como un buen semental-. Si se lo hiciera bien, Ava no habría dejado escapar su polla. Ella le consi­guió ese papel porque le daba lástima, pero ya tenía pensado dejarle. Ava sí que es una mujer. Tiene todo lo que tiene que tener una mujer, y además es muy hermosa.
Aquellas palabras, aquellos halagos de Sarah hacia Ava Gard­ner provocaron que la mente de Martin comenzara a dar vueltas. Ava siempre había sido uno de sus mitos eróticos. Cualquier hom­bre, todos hubie­ran deseado tenerla entre sus brazos, o, mejor aún, entre sus piernas. Él la amaba y la adoraba, por eso entre sus mejo­res recuerdos guardaba una fotografía, una vieja foto que heredó de su padre y en la que aparecía su abuelo junto a ella. Pero como para un hombre no hay mujer más deseada que la que desean las demás mujeres, Ava se acababa de convertir en su objetivo, en su próxima víctima, en su nuevo amor. Él era un amante del tiempo, un amante cabronazo que iba a conquistar a todas las mujeres de la historia que significaban algo para él, y, desde luego, Ava era una de ellas. No tenía más que presentarse en el lugar y el momento adecuado. Su conocimiento sobre su vida sería suficiente para conquistarla.
Recordaba perfectamente aquella vieja foto en blanco y negro. Estaba tomada el 1de Abril del año 1950; así lo decía la fecha que su abuelo había marcado por detrás antes de enviársela a su hijo. En ella estaban la propia Ava, su abuelo y otro hombre que no era otro sino Louis B. Mayer, el gran capo, el magnate de la Metro Goldwyn Mayer. Los tres habían coincidido en casa de este último, poco antes de que Ava partiera hacia España para rodar su película Pandora y el Holandés Errante. Ella había ido para firmar algunas cláusulas de su contrato y su abuelo para vender a Mayer un pequeño lienzo, uno de los muchos con los que comerciaba ilegalmente. En cuanto regresara a casa, a su Madrid de 2008, prepararía su plan. Él también se presentaría en casa de Mayer y le ofrecería alguna otra antigüedad de las que tanto gustaban a los potentados productores hollywoodenses.

El Braddock Grill era un local muy popular entre los noctám­bulos de la Calle 52. Después de una noche de fiesta, éstos llega­ban al Braddock para llenar sus estómagos y purificarlos de tanto alcohol y tanta droga. Aquella mañana no faltaba nadie: ni Basie, ni Bird, ni Gillespie. También estaban Blakey y sus compañeros de escenario del Birdland. Incluso Clifford y George se habían apuntado. Un George al que no agradó nada la inseparable com­pañía de su mujer. Los dos lo vieron en su cara. A Sarah le daba igual lo que pensara su marido, pero a su amante, a Martin, no. Parecía que había llegado el momento de que Martin desapareciera de allí. Algo con lo que la propia Sarah estuvo de acuerdo. A ella no le importaba lo que dijera o pasara con George, pero no podía dejar que identificaran a Martin como el culpable de su posible separación. Martin sería su amante y nada más. Su amante secreto. Si George le preguntaba por él, ella le diría que sólo era un amigo, y que entre ellos no pasaba nada. Si la creía, bien, y si no, también. Ella necesitaba de George porque era su agente y él la necesitaba a ella porque era su medio de vida; ella era quien lo mantenía.
Martin aparcó junto al Braddock y acompañó a Sarah hasta la puerta. Allí se despidió diciéndole que la llamaría, pero que recor­dara que sólo podía contestar si estaba sola. Sarah asintió y se despidió de él ofrecién­dole su mano. Desde dentro del local, todos los veían a través del cristal. Sabían cómo era Sarah, pero ninguno decía nada. Les gustaba porque era buena con ellos. Martin levantó su mano en un adiós para despedirse de Clifford, George, Art y de los demás. Todos le devol­vieron el saludo. Era amigo de Sarah y eso era sufi­ciente. También Clifford lo hizo. Pero su com­pañero no se molestó en hacerlo. Sarah entró en el restaurante bajo un tremendo recibimiento y Martin se fue caminando sin ninguna dirección concreta. Tampoco la necesitaba. En cuanto le perdieran de vista y se viera solo, llamaría por teléfono a Fran, se enfure­cería con sus palabras y aprovecharía para teletransportarse hasta el mismísimo baño del Furama, hasta aquel mismo segundo en que tenía a su mujer al otro lado de la línea.
Y así fue. Cuando Fran, otra vez, comenzó a preguntarle que dónde estaba, que todos en aquella mesa le echaban de menos, fue entonces cuando decidió cerrar sus ojos y regresar a su 2008.

Cuando volvió a abrirlos un segundo después, se vio reflejado en el espejo. Asintió satisfecho consigo mismo. Por fin, lo había conseguido con éxito. Parecía tenerlo dominado. Había logrado viajar por su propia voluntad. El tiempo y el espacio estaban en sus manos; bueno, más concretamente, en su cerebro.
-¡Martin! ¿Me estás escuchando?
-Sí, Clara, te escucho. Estoy subiendo.
Colgó y volvió a mirarse en el espejo. Había pasado unas horas junto a Sarah y allí, ahora, ni siquiera había transcurrido un par de segundos. Eso le llenaba de alegría y de emoción. Estaba listo para conseguir a cualquier mujer que se cruzara en su camino.
Cuando volvió a la mesa, sus tres acompañantes, cuatro con el joven samurái, le miraron con sorpresa. Su cara mostraba una felicidad impropia de él. Por eso, cuando Celia le vio, creyó que ésta se debía al polvo que acababan de echar. Pensó que era un gilipollas pues, si no lo disimulaba, Clara y Fran se podían dar cuenta.
-¿Qué sucede? –dijo Clara, consciente de que algo había cambiado.
-¡Buenas noticias! –dijo Martin-, mañana cobraré mis deudas.
-¿Cobrarás tus deudas? –dijo Fran, extrañado, y haciendo más evidente su secreta amistad con Albert-. Entonces, dejaré que pagues tú.
-De eso, nada –dijo Martin, sentándose y terminán­dose la copa de un trago.
-Pues sí que estás feliz –añadió Celia, esperando que él cogiera la indirecta.
Y la cogió, igual que había cogido la misteriosa reacción de Fran. Era la segunda vez que éste dejaba escapar algo sospecho. Martin sabía que Fran conocía a Albert, pero no que tuvieran una relación tan fiel. Era evidente que tramaban algo. Pero él no se iba a preocupar por eso en aquel momento, ya le encargaría a Brunno que los investigara, ahora tenía que comportarse como si no hubiera sucedido nada. Comportarse como lo había hecho cual­quier otro día anterior a ese que iba a dar un giro a su vida. Por eso, ni siquiera dio importancia a las palabras de Celia. Él era un amante, un amante cabro­nazo. Él lo sabía, y le encantaba. Tenía ganas de llegar a casa y preparar su plan. Ava había caído en su punto de mira.
-Está bien –dijo, finalmente, Fran-, yo pago la cena, pero las copas van por cuenta tuya.
Martin sabía que lo tenía jodido para escaquearse. No podía negarse a tomar una copa, pues, si lo hacía, Clara se enfadaría y le tendría más controlado. Y él necesitaba libertad. Quería, nunca mejor dicho, espacio y tiempo.
-¡Bien! –dijo-. ¿A dónde queréis ir?
-Me han hablado de un bar en el que hacen los mejores gin tonics de Madrid –dijo Clara-. Es muy tranquilo, se puede hablar sin gritar y, además, no queda lejos. Está en la plaza de Santa Ana. El Guau.
Nadie puso objeción. Aceptaron su propuesta porque a todos les daba igual. Fran estaba encantado con todo lo que Clara dijera; Celia, lo único que nece­sitaba era tomarse un copazo de algo cuanto más fuerte mejor; y Martin; que conocía el bar y le gustaba porque ponían buen jazz; sólo quería que el tiempo pasara, ya se encargaría él de recuperarlo.


El Guau era un bar-café acogedor, más bien pequeño, con algunas mesas en el interior y unas pocas más en la terraza del exterior. Estaba situado en medio de una de las zonas más antiguas de la ciudad, en un castizo barrio invadido por los nuevos bohemios que pretendían emular la sabiduría de los admirados literatos que dieron nombre a su calles y a la zona; el Barrio de las Letras. Lo regentaban dos hermanos nacidos en uno de sus estre­chos callejones. Sin embargo, fue Oswaldo, un joven cubano de muy buen ver, quien los atendió cuando los cuatro se sentaron en el salón interior. Hendricks con tónica Fever-Tree y unas rodajas de pepino para Fran y Clara, Habana 7 a palo seco para Celia, y Johnnie Walker etiqueta negra con mucho hielo para Martin; él quería su mente despejada. Y la tenía tan viva que sintió su móvil antes de que éste comenzara a vibrar. Miró la pantalla y se sor­prendió al ver el número.
-Perdonad –dijo, levantándose y saliendo fuera del bar-. ¿Qué pasa Sarah? –esperó respuesta-. Que estás en los baños del Brad­dock y nadie te ve ni te oye... Bien, bien. Sarah, estoy camino de mi cita... ¿Cómo? Que habías pensado que esta noche podríamos ir a Atlantic City... No sé si podré. Creo que la reunión será larga. Yo te llamaré cuando me dejen libre. Adiós.
Sarah colgó, pero Martin, pensativo, se quedó con el móvil sobre el oído. Él tenía otros planes. Ava le esperaba en el Los Ángeles de 1950. Guardó el telé­fono y volvió junto a su mujer y sus amigos.
Celia parecía bastante abandonada, lo que le dio lástima. Des­pués de todo, ella sólo había sido una víctima, igual que él. Se sentó a su lado y trató de animarla. Ella se lo agradeció con su afable sonrisa. Quizá ella también debía tomarse aquella situación de la misma manera que él: dejando vivir y, eso sí, viviendo ella. Continuaría con su fracasado matrimo­nio. No iba a ser la primera que lo hacía, ni tampoco la última. Ella era de buena familia y tenía dinero sufi­ciente para vivir del cuento en todas las vidas en las que se pudiera reencarnar.
Cuando Oswaldo les iba a poner el tercer cubata, Martin dijo que no quería más y que se iba a casa. Evidentemente, como él esperaba, Clara lo tachó de aburrido, pero cuando le dijo que si ella quería se podía quedar allí y seguir de charla con sus amigos, Fran se puso en pie diciendo que Martin tenía razón. Era tarde y los dos tenían que trabajar al día siguiente. Ya no hubo más pala­bras. Martin cumplió su palabra y pagó las copas.
Los dos habían aparcado en la calle Atocha, algo más arriba del teatro Monumental, por lo que no tuvieron que andar dema­siado para llegar hasta sus coches. Se despidieron con falsos besos de buenas noches y Celia y Fran se metieron en su BMW todo terreno. Bajo la mirada de sus amigos, que habían aparcado unos metros más abajo que ellos, tomaron dirección hacia su casa de La Moraleja. Treinta segundos de silencio absoluto más tarde, Clara y Martin hacían lo mismo.
En el camino de regreso a Puerta de Hierro, Martin trató de acercarse a su mujer, de romper aquel hielo que tan de repente se había colocado entre ellos. Porque no podía ser que Clara se com­portara de aque­lla manera sólo porque él se había corrido en su pelo. Si aquella misma mañana, ella había salido a despe­dirle de lo más cariñosa. ¿Acaso había cambiado algo? Bueno, sí que habían sucedido muchas cosas en la vida sexual de su marido, pero ella no tenía constancia de nada. Él había tomado la decisión de con­vertirse en un amante, un amante del tiempo, pero tampoco quería llevarse mal con ella. Por lo menos, no mientras estu­viera en aquel tiempo, aquel año y aquella ciudad.
-¿Vas a dejar que me acerque a ti? –preguntó Martin, mientras los dos se desvestían, ya en la habita­ción de su casa.
-Te puedes acercar todo lo que quieras, pero… –dejó caer el vestido al suelo mostrando su cuerpo y señaló hacia sus partes-, ese no.
-¡Vamos, Clara! –insistió Martin-, todo esto por una estúpida corrida.
-No se trata de una... estúpida corrida –dijo ella, levantando la voz-, sino de que no me hiciste caso. Se te antojó correrte en mi pelo y lo hiciste sólo por joderme. Todo porque ayer noche, que estaba muy borracha, no quise chupártela por si vomitaba. Me la tenías guardada.
-¿Por… joderte? –replicó Martin, conteniendo sus posteriores palabras y sus pensamientos.
Pues eso era justo lo que él deseaba hacer con ella: joderla. Pero tampoco tuvo tiempo para más, pues ella, sin mediar palabra, se metió en la cama y apagó la luz de su mesilla.
-Mañana tengo que ir a Barcelona –dijo Martin, seguro de que ella no iba a ceder-, no sé a qué hora regresaré.
-Que te vaya bien –dijo ella-, apaga la luz, tengo sueño.
Sin decir nada más, Martin se ató a la cintura el cordón de su pijama de Calvin Klein y apagó su lámpara. La dejó sola en la cama y bajó a su despacho. No quería acostarse todavía, tenía cosas en que pensar.

El silenció inundaba la casa. En el despacho, el magistral Kind of Blue de Miles Davis se encargaba de romperlo agradablemente desde los modernos altavo­ces de su Bang & Olufsen de última generación. Una metálica generación que nada tenía que ver con la clásica decoración de madera rustica que rodeaba su sagrado rincón de trabajo y, muchas veces, de sueño; pues no eran pocas la noches que él se había quedado allí para trabajar y, tras echarse un rato en el sofá que tenía a un lado, frente al dúo de altavoces, se había quedado dormido profundamente.
Martin estaba tumbado en su cómodo sofá de Natuzzi de negra piel. Tenía la foto de Ava en la mano y la miraba con el pensa­miento perdido en ella. Allí estaban los tres: Ava, Mayer y su abuelo. Por detrás, escrita con una tinta que el paso del tiempo había conseguido borrar a medias, se podía ver la fecha de aquel encuentro. Ese mismo día, él tendría que conocerla. El 1 de abril de 1950 se presentaría en casa de Louis B. Mayer. Un primer encuentro, un darse a conocer. Luego, cuando ella llegara a España para rodar en Tossa de Mar, él volvería a verla y se ofre­cería para descubrirle aquel Madrid franquista de mediados de siglo. De esa manera, ella y su fama de devora hombres caerían a sus pies.
Pero necesitaba un pretexto para plantarse en casa de Mayer, una excusa en la que ya había pensado y que no le iba a resultar difícil. Haría lo mismo que su abuelo. Se presentaría ante Mayer con una pieza de museo, algo antiguo y del agrado del potentado productor hollywoodense y se lo regalaría sólo a cambio de que éste le presentara a Ava. Pero haría algo más por él: cuidaría de ella durante su estancia en tierras españolas, pues Mayer sabía que aquel bello animal que iba a dejar libre en España, era bastante pendón y que trataría de perderse para saltarse las normas de con­ducta que él mismo le había hecho firmar cuando la contrató para la Metro Goldwyn Mayer. Martin lo tenía todo perfectamente planeado. Así que se relajó y, acompañado por su fiel Davis, se quedó dormido con la valiosa foto sobre su pecho.


SIGUE Cap. 2