¡MÁTAME! Parte 1


¡Mátame!
Sara Walz

Título original
¡Mátame!
© 2011, Sara Walz
1ª Edición: 2011
© Portada y contraportada
Sara Walz
Diseño portada y contraportada
Sara Walz
ISBN: 978-84-615-7133-8
Prohibida la reproducción de ninguna parte
de esta publicación, así como de su almacenaje
o transmisión por ningún medio, sin permiso
previo de la autora.

A los sufridos telespectadores

La oscuridad era total. El antifaz negro, obsequio de la compañía aérea de su último viaje transoceánico, le cubría completamente los ojos. Sus pestañas, siempre largas y bien cuidadas, se doblegaban ante la fuerza que la goma ejercía contra su cabeza. El sudor que brotaba de su cuenca ocular era absorbido por el delicado algodón de la máscara. En su interior, sus pensamientos quedaban atrapados, impidiéndole decir nada. Por fin, sus deseos de triunfo se iban a hacer realidad. Después de aquel mal trago, se cumplirían. Jaime, el Jimmy de su querida madre y de sus amigos, estaba seguro de que lo iba a conseguir. Ya nada podía frenar su deslumbrante y prometedora carrera periodística.
Su respiración, lenta y tranquila, se había vuelto acelerada y tosca. Intentaba reír, pero no conseguía hacerlo. Era como si algo dentro de sí luchara por convencerle de que estaba haciendo mal. Sentía la presión de la goma sobre sus oídos. Comenzaba a molestarle. No sólo por el tenue dolor, sino porque además le impedía oír la belleza de la música que sonaba a su alrededor en un cuadrafónico maravillosamente apreciable. Se acercaba el momento cumbre de la obra, el instante en que Waters desgarraba su voz dividiendo su “Careful With That Axe, Eugene” en dos.
Otra vez, notó que le costaba respirar. También le resultaba difícil tragar saliva. Sintió cómo le acariciaban delicadamente las mejillas y los labios. Él sabía lo que estaba haciendo, era consciente de ello, pero empezaba a agobiarse. Perdió el contacto. La soledad invadió su mente. Necesitaba ver algo, sentir que lo deseaban. Obedeciendo a sus deseos, volvieron a rozar su nuca. Le acariciaron la cabeza, recorriendo su recién cortada cabellera, y llegaron hasta sus ojos. Con cuidado, como si fuera a hundírselos en la profundidad del cráneo, su acompañante metió sus dedos por debajo del antifaz. Jimmy cerró los ojos ante el temor de que le hicieran daño. Sintió cómo las suaves yemas rozaban sus párpados y cómo, con un leve giro, era la coraza de las uñas la que hacia caer alguna de sus pestañas. Los dedos se movieron rápidamente y, con un brusco tirón, le arrancaron la máscara devolviéndole la visión.
Jimmy no podía ver a su amante, pero era consciente de que éste estaba a su espalda. Tenía claro que le era imposible moverse porque, como sabía, estaba atado a la silla.
Inesperadamente, cambiando totalmente de estilo musical, comenzó a escucharse un viejo tema sesentero de los DoorsThe End. Jimmy era un tipo moderno y culto y sabía quién había sido Jim Morrison, pero que su pareja; a quien creía conocer y con quien se había abandonado a un excitante juego amoroso; escuchara aquella banda, le resultaba extraño. Iba a preguntarle por aquel gusto musical, pero le sellaron cariñosamente los labios. Sintió el cálido aliento junto al oído y un tierno beso que le absorbió el lóbulo. Emocionado, cerró sus ojos y sonrió. Un beso y otro beso, hasta que, finalmente, su amante comenzó a cantar con delicada voz:

…This is the end, my beautiful friend
this is the end, my only friend…

Jimmy abrió los ojos lentamente. Trató de volverse en busca de los ardientes labios, pero no pudo alcanzarlos. Las caricias llegaron a sus mejillas y buscaron su boca. Segundos después, se vio repleto de blanquecino y caliente semen. El pene de su compañero golpeaba delicadamente sobre sus labios tratando de que él volviera a lamerlo. Con la vista perdida en su poblado pubis, abrió tímidamente la boca; no le quedaba otra.

…This is the end, my beautiful friend
this is the end, my only friend…

Escuchó el estribillo de la canción un par de veces. Entonces, cuando el desahogado amante separó su miembro de sus labios y dejó de cantar, se percató que tras la voz de éste, siguiendo el compás de la música, unos golpes los acompañaban. La escasa distancia que le había concedido, le permitió averiguar la procedencia del rítmico martilleo. Tras las atléticas piernas de su macho, un palo de golf sacudía secamente sobre la oscura madera amazónica del suelo.
El rostro de Jimmy cambio mostrando sorpresa. Poco a poco, todo lo rápido que se lo permitieron sus pensamientos, levantó la vista. Su acompañante era un tipo fuerte, con buenos abdominales y marcados pectorales. Finalmente, cuando sus miradas se cruzaron, el pánico se apoderó de él. Intentó levantarse y huir, pero las esposas que lo amarraban a la silla se lo impidieron. Movió su cabeza a ambos lados y sólo pudo pronunciar un suplicante: ¡no, no, nooooo! Gritó con toda su fuerza, pero Morrison hizo inútil su intento de que alguien escuchara sus chillidos de auxilio. Volvió a rogar, casi sin voz, mientras veía cómo su fatídico amante daba un paso atrás para hacer que el hierro 3; el que usan los golfistas para los golpes fuertes; se levantara sobre él. ¡Nooooooo…!


-Estamos a tres minutos para entrar. Fonso, ¿tienes claros los pasos a los videos? Recuerda: me presentas a los colaboradores saltando de un lado al otro, y comienzas por tu derecha. No seas demasiado breve con las presentaciones. Dame tiempo para que el cámara cambie de personaje.

Fonso no era otro sino, Alfonso Ruiz, un servidor, yo mismo, uno de los presentadores televisivos más famosos del momento. Nadie, ni siquiera yo, sabía muy bien de dónde había salido ni cómo había llegado al mundo de la televisión para, de la nada, fichar como una potencial estrella por la T8E, Televisión Ocho España. Según los rumores, el propio jefe, el mandamás de la Cadena, había sido quien había ordenado mi, llamémoslo, compra.
La cabeza visible en España, el responsable de la nueva Cadena, era Leopoldo Andreescu; un ejecutivo ruso de la Siberia Oeste. Éste había sido la mano derecha de su jefe y amigo: un político soviético a quien parte del pueblo relacionaba con el anterior presidente; y quien, de un día para otro, se había hecho con la explotación de gran parte de la reserva de gas producido en el país.
Andreescu era de abuelo español; Maximiliano Gómez, un exiliado de la guerra civil que, al llegar a Rusia, se cambió el apellido para evitar que lo discriminaran. Sin embargo, él mismo se encargó de que su hijo no perdiera su lengua. Algo que este otro repitió con el pequeño Leopoldo. Por eso había sido el elegido para venir a España y hacerse cargo de la recién implantada televisión. Pero por encima suyo, residiendo en cualquier lugar menos en su propio país (su gusto por el sol le obligaba a ello); se creía que vivía en Grecia; estaba Dimitri Petrov. Dimitri se había ganado el apodo de “Kalas Nikov” por su supuesta, nunca demostrada, pertenencia a una de las mafias rusas dedicadas al tráfico de armas en los países árabes, del sudeste asiático y África.
La T8E era la última televisión establecida en el país. Había más emisoras pequeñas, pero la conocida comúnmente como Tele8 se había implantado rápidamente llevándose consigo a gran parte de la audiencia; incomprensiblemente haciendo los mismos programas que su competencia. Según Andreescu, a quien extrañamente le gustaba seguir muy de cerca los contenidos y las grabaciones de sus programas, su éxito se debía a la frescura y las caras guapas de sus nuevos presentadores: gente nueva, desconocidos que los telespectadores nunca antes habían visto, nada de archiconocidos rostros que inundaban la pantalla a todas horas.
Sin ninguna duda, yo estoy dentro de ese perfil. Por lo menos, eso dicen mis colegas de la Cadena. Tengo unos cuarenta años (nunca lo recuerdo bien y siempre tengo que echar cuentas desde el año de mi nacimiento, 1970), soy alto, me mantengo en forma, creo que resulto atractivo y poseo una voz dulce y una caballerosidad que enamora a todas las féminas que trabajan conmigo; incluso a las que prefieren su propio genero. Esto último no lo digo yo, también lo dicen mis compañeros. Pero, evidentemente, no todo iba a ser halagos, pues tampoco faltan los enemigos que me tachan de egoísta y estirado.

-Treinta segundos, Fonso. Ponte bien el nudo de la corbata y estírate la chaqueta. Y que maquillaje te de un último retoque. ¡Venga, vamos a comernos la puta audiencia!

Acababa de recibir las órdenes de la directora del programa. Ella me hablaba desde el control de realización, desde el piso superior, y yo la escuchaba por el diminuto audífono que se ocultaba, tras mi corta melenilla, dentro de mi oído. Quien me había hablado antes, cuando me habían dicho que estábamos a tres minutos, había sido Mikel, el realizador. Éste se encargaba de toda la parte técnico-estética; siempre que la directora no se metiera en su trabajo, algo que sucedía a menudo; y ella, de los contenidos, de los tiempos de éstos y de cómo dar paso a cada uno de ellos.
-¡Maquillaje! –grité apresuradamente.
-¡Maquillaje! –Insistió enérgicamente mi regidor, el ayudante del realizador en el plato-. ¡Vamos, tenéis veinte segundos! ¡Silencio todo el mundo! –gritó nuevamente, imponiéndose a las voces que el público, ya sentado en sus incómodas sillas, había comenzado a levantar al ver a un lado, junto a una de las azafatas del programa, a Mateo, el presentador del informativo de la tarde.
-¡Diez segundos! ¡Silencio! ¡Fuera maquillaje!
Mi regidor; un joven de unos treinta años, moreno y con una larga melena rockera de los setenta; se adelantó unos metros hacia mí y levantó su brazo en alto. Recogiendo sus dedos uno a uno, me fue dando una cuenta atrás.
-¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres!...
Ahí guardó silencio.
Tras los dos segundos que mentalmente conté siguiendo el movimiento de sus dedos, comenzó a escucharse la música de la cabecera; el breve video que precedía y presentaba el programa.
-Quince segundos y salgo a ti –me volvió a decir el realizador por el pinganillo, nombre con el que nosotros llamamos al pequeño audífono.
Asentí mientras le guiñaba un ojo. Estaba preparado. Cuando la música cesó y me vi en el monitor que los maquinistas de plató me habían colocado junto al objetivo de mi cámara, tomé la palabra.
-Muy buenas tardes y bienvenidos un día más a “Créetelo”, a este gran programa que día a día y con mucho gusto hacemos un servidor y –sonreí- todo el equipo que se esconde donde ustedes no pueden verlos, y sin el cual no sería posible. Todos trabajamos juntos para que ustedes pasen un buen rato. –Fonso, al grano, no te enrolles-. Son… –miré mi reloj, el que sólo me pongo para aparecer en pantalla- las cuatro y un minuto de la tarde y… -hice un estudiado gesto de duda-, no sé por dónde empezar. No sé por dónde empezar porque, la verdad, hoy la cosa viene cargada. Bueno, no me lio más para que –sonreí otra vez, y, discretamente, señalé hacia el piso superior- no me echen la bronca y paso a presentarles a mis colaboradores. A mi derecha, Loli Roca; ya saben, ex mujer de uno de nuestros más queridos ex ministros. ¡Hola, Loli! A mi izquierda, Andrés Tuerca; fotógrafo freelance, colaborador de muchas de las revistas que inundan nuestros quioscos de prensa. ¡Hola! Otra vez a mi derecha, Lucio Corral; director de la revista de actualidad “Cuerpos Diez”. ¡Buenas tardes! –Mientras los presentaba, Mikel iba recogiendo sus saludos, saltando de mí a ellos simultáneamente-. Al otro lado, Julio Sánchez; propietario de varios restaurantes y discotecas de Madrid, Sevilla y Marbella. ¡Bienvenido, una vez más! ¡Susana Barrios! Bueno, Susana Barrios no necesita presentación, ella es Susana Barrios y con eso basta. –Me volví hacia el último que quedaba-. Y… por último, que no menos importante, Inés Salvatierra; colaboradora de varias revistas y, por supuesto, de este programa. Un aplauso para todos ellos… y ellas.
El público asistente al plató obedeció e imitando a mi regidor aplaudió hasta que éste mismo les dio la orden para que dejaran de hacerlo; momento en que, otra vez, tomé la palabra.
-Ya saben cómo está el tema con nuestros famosos: ¡caliente, caliente! En unos minutos, vamos con ese asunto de actualidad, con ese supuesto romance…
-¡Cuernos! –me interrumpió Susana Barrios.
-¡Romance! –volví a decir, tratando de ser más moderado.
-¡Cuernos! –insistieron al unísono Susana e Inés.
-Me dirigí a mi cámara. –Ya saben, ese… rumor que habla de un posible idilio de amor entre Rosa Luque, esposa del futbolista Manu Requena y Pedro Suarez, marido de la hermana del… –hice cómo que daba una patada a un balón-. Pero antes quería pedirles que me permitieran tratar brevemente otro tema. Un tema, por desgracia, más actual e importante. Como habrán imaginado, me estoy refiriendo a ese… asesino en serie que anda por esta ciudad. Ya saben que esta mañana ha aparecido un cuerpo más, y ya van cinco. Para hablar de ello tenemos con nosotros a Mateo Martín, presentador y director de los Servicios Informativos de esta casa, de Tele Ocho España. Mateo, por favor…
Mateo, que era el hombre que estaba acompañado por la azafata, se hizo eco de mi petición y vino a mi encuentro bajo los solicitados aplausos del público. Saludó tímidamente pidiendo calma y se sentó en el sillón que los encargados de escenografía le habían preparado junto al mío: un sillón negro de piel completamente diferente a las coloridas butacas que poseíamos yo y mis colaboradores. Podían haberle puesto una semejante a las nuestras, pero el tema que él y yo íbamos a tratar requería algo más de seriedad. También era esa la razón por la que se había cambiado de corbata, por la que se había deshecho de su Versace azul claro con dibujos verdosos y se había puesto otra que iba más a juego con su respetuoso traje azul marino. Él también hacia honor a la nueva estirpe de presentadores de Andreescu. Era un hombre atractivo que, dada la seriedad de su trabajo, resultaba interesante.
El público se emocionó tanto con su presencia que no faltó algún que otro, fuera de lugar, “¡guapo!”. Piropos a los que mi regidor tuvo que hacer callar educadamente. ¡Qué culpa tenía el cultivado público si eso era lo que siempre le pedían que hiciera!
-Mateo, muchas gracias por aceptar nuestra invitación.
-Es un placer disponer de este tiempo para dedicarlo a estar en vuestro programa.
-Mateo, ¿cómo está la cosa? ¿Qué se sabe de este… –bajé tímidamente la cabeza y la voz- asesino en serie? ¿Podemos ponerle ese apelativo?
-Bueno –respondió, encogiéndose de hombros-. La policía lo ha hecho. Ellos han comparado los últimos cuerpos encontrados y han cotejado las pruebas y… hablan de un “serial killer”, un asesino en serie.
-Esta mañana, ha aparecido un nuevo cuerpo –dije, retomando la entrevista-, ¿conocemos ya su identidad?
-Algo –dijo Mateo, dirigiéndose a mí y olvidándose de su cámara-, sabemos, algo. De momento, lo único que nos ha comentado la policía es que se trata de una mujer de unos cuarenta y cinco años que no tiene familia.
-¿Soltera? –pregunté.
-Soltera. Sin hijos, ni hermanos. Fíjate si es triste –me incorporé en mi sillón y me acerqué a él- que lo único que tenía era a su madre, una enferma de Alzheimer avanzado que permanece ingresada en un Centro que se encarga de cuidarla.
Asentí y, con un gesto de lamentarlo, volví a apoyar la espalda contra el respaldo de mi butaca. La verdad es que era una historia desoladora.
-Pero hay algo muy curioso –siguió diciendo Mateo, volviendo a captar mi atención-. El cuerpo ha aparecido en la Casa de Campo, muy cerca del Parque del Oeste, pero su coche, un sencillo Volkswagen Polo, no ha sido encontrado.
-Y eso, ¿qué nos dice? –pregunté con curiosidad mientras, otra vez, volvía a acercarme a él.
-Esa zona está muy frecuentada por travestis y… -Mateo se detuvo antes de pronunciar la palabra y fui yo quien lo hizo.
-…Chaperos –Me volví hacia mi cámara para dirigirme a los telespectadores-. Hombres que se van con hombres, a cambio de dinero.
-En efecto –añadió Mateo-. Es muy raro que una mujer vaya por esa zona en plena noche, y su coche no es un modelo que las mafias suelan robar. Si hubiera sido un simple robo, el coche habría aparecido. Siempre lo suelen abandonar algunas horas después.
-Vamos a ver, vamos a ver –dije apoyando mi cuerpo sobre la esquina del sillón para acercarme algo más a mi invitado-. ¿Eso quiere decir que quien la mató sigue en poder de su vehículo?
Miré al público. No había una sola persona que no estuviera prestando atención. Todos estaban sentados igual que yo; como si sus traseros sólo se apoyaran sobre el borde de sus sudados asientos de plástico.
-Eso parece –respondió Mateo-. Lo que nos deja dos posibles lugares: bien se ha deshecho de él arrojándolo a algún lago o pantano, o lo tiene escondido en algún garaje. Aunque también puede ser que esté abandonado en la calle y la policía todavía no haya dado con él.
-¡Ya! –concluí, volviendo a caer hacia atrás-. Por ejemplo, en cualquiera de nuestros parkings.
Mateo afirmó con la cabeza, obligando a que todo el público se mirara con desconfianza.
-Y… ¿Sabemos la causa de la muerte? Porque los casos anteriores habían sido bastante violentos.
-Bueno, pues…
-Nos tenemos que ir a publi –me dijo mi directora por el pinganillo.
-Espera, Mateo, espera –dije, interrumpiendo la explicación de mi colega-. Nos tenemos que ir a publicidad, pero en… -hice una pausa para que me comunicaran cuánto tiempo teníamos de corte. Cinco veinte. Levanté la vista, buscando mi cámara-. Cinco minutos y volvemos. No se vayan, enseguida les damos esas últimas noticias.
Al momento, nada más terminar mis palabras, la música de la ráfaga de video que daba paso a la emisión de la publicidad se escuchó en el plató. Mi regidor se adelantó hacia mí y dirigiéndose al público que comenzaba a levantarse, gritó para detenerlos.
-¡Estamos fuera! ¡Sólo tenemos cuatro minutos! ¡Nadie se mueve de sus asientos! ¡No se puede ir al baño hasta el siguiente corte!
El sumiso público obedeció y volvió a sentarse.
-¡Joder! ¡No me jodáis! –me quejé, mostrando mi enfado a mi cámara para que mi directora se percatara de ello.
-¿Qué sucede, Fonso? –Respondió ella tras un largo segundo de espera-. Sabes que yo no marco los tiempos de publi. Eso es cosa de Emisión.
-¡Ya, joder! –Dije, otra vez-. Podéis negociar con ellos, que no nos corten en un momento así.
-Fonso, vete a freír puñetas. Si no nos vamos ahora, nos tenemos que ir cuando estemos con el tema de los cuernos de los Requena. Sabes que en ese momento tenemos cuatro puntos más de audiencia.
-¡Me cago en la puta audiencia!
-Eso díselo a los de arriba.
Asentí, consciente de que ella me veía a través de mi cámara, y le lancé un falso beso pidiéndole perdón por mi reacción. No me contestó. Seguramente, estaba ocupada llamándome “gilipollas”.
Otra vez, volví a disculparme con Mateo, y él, ahora fuera de la emisión, me contó las noticias que tenía. Como yo imaginaba, la mujer tenía signos de violencia, de mucha violencia, pues, al parecer, su asesino se había ensañado con ella golpeándola en la cabeza hasta reventarla el cráneo y esparcir todo su cerebro. Sólo pude decir una cosa: ¡valiente hijo de puta!
Cuando terminó el programa, me despedí del público y del equipo y subí a mi camerino. Quería echarme unos minutos. Después de tres horas hablando de los cuernos de la familia Requena, necesitaba despejar la mente. En una hora tenía que estar en el centro de la ciudad para presentarme ante el comercial de coches que había conseguido convencerme para que me comprara un Chrysler Grand Voyager. Yo tenía un Léxus IS250 C, un maravilloso deportivo descapotable de dos puertas, pero, cada vez que salía con los amigos o colegas de la Cadena, se quedaba pequeño. No obstante, lo que realmente me había llevado a comprarme otro coche, había sido el hecho de ocultar mi cada vez más conocido rostro tras sus cristales tintados y de protegerme ante un posible accidente.
Abrí una cerveza bien fría de las que tenía en el pequeño frigorífico de mi acogedor cuarto privado, apagué la luz y me eché sobre el cómodo sofá que el propio Andreescu había ordenado nos instalaran a todos los presentadores.
Quince minutos fueron suficientes. La cerveza me la bebí en cinco, pero necesitaba otros diez para desconectar del todo; desconectar hasta el día siguiente. Sin encender la luz, me acerqué el teléfono y marqué la extensión de la recepción. No tardaron en contestar. Tampoco hizo falta que dijera quién era ni qué quería. Con ver mi número sobre el display de la consola, sabían que era yo quien llamaba. La chica de la recepción, la morena guapa de bonito culo y buenos pechos, se acordaba de lo que le había dicho horas antes. –Sí, Fonso, cariño, el taxi que me pediste te está esperando-. Ella tenía confianza conmigo porque yo se la había dado. Se lo agradecí invitándola a cenar, pero ella, igual que había hecho otras veces, me rechazó. Cogí mis cosas y salí en busca de mi nuevo coche.

Esa misma mañana, consciente de que por la tarde iba a recoger mi Chrysler, había decido dejar el Lexus en el garaje de casa e ir al trabajo con Luis, el taxista con el que suelo coincidir en el bar que queda a un decena de metros de mi portal y que permanece toda la noche abierto. Él suele ir a comerse un bocadillo y a tomarse una cerveza y un par de cafés; y yo, casi siempre, en busca de hielo. El tío se enrolla conmigo, incluso más de una vez se ha negado a cobrarme, algo que nunca he aceptado; faltaría más. Para nosotros, los personajes públicos conocidos, es más seguro dejarse en manos de alguien en quien se tiene confianza. No siempre caemos bien a todo el mundo. Por suerte, yo, de momento, no he recibido ninguna amenaza seria, como si sucede con algunos de mis colegas de profesión.

Como me había dicho Clara, hasta tenía un bonito nombre, el taxi me esperaba junto a la puerta de la recepción. Al salir, la vi ocupada con una visita. Me hizo un gesto, señalándome cuál de los taxis que esperaban era el mío, y se despidió en un adiós con la mano. Le lancé un beso, un beso que llegó a su destino, y guiñándole mi ojo preferido, el de mi lado bueno, el izquierdo, el mismo por el que también oía mejor, me acerqué a mi desconocido conductor. Luis me había dicho que esa tarde no iba a poder recogerme porque tenía un asunto familiar, así que no tuve más remedio que solicitar uno de la compañía con la que la Cadena trabaja. Ya había montado con otros taxistas, pero, casualmente, nunca lo había hecho con el que educadamente me abría la puerta y me invitaba a sentarme. Era la primera vez que me subía a su coche, lo que presagiaba un viaje de lo más “entretenido”.
-¿A dónde le llevo? –preguntó, iniciando la marcha.
-Concha Espina, veinte –dije, esperando que ahí terminara nuestra charla; estaba cansado y no tenía ganas de hablar.
-Eso es Quickmotor, ¿verdad? –Dijo, comenzando lo que ya parecía inevitable-, y usted es Alfonso Ruiz. Mi mujer no se pierde ninguno de sus programas.
-El mismo, y muchas gracias –tuve que agradecer.
-¡Ja! –balbuceó-. Cuando se lo diga, no se lo va a creer. Me dirá que estoy fantasmeando como siempre. –Clavó su vista en el retrovisor para mirarme fijamente. Yo sabía qué significaban aquellos ojos y aquella media sonrisa-. A no ser que usted me firme un autógrafo y me deje hacerle una foto. ¡No joder! La puta cría me ha cogido la cámara porque se iba a una presentación del Madrid.
Había que joderse, antes todo se limitaba a un sencillo autógrafo. Qué daño nos ha hecho a los famosos la maldita era digital en la que todo el mundo lleva una diminuta cámara de fotos en el bolsillo.
-Asentí-. Con un autógrafo se conformará. Deme una hoja y un bolígrafo.
Aprovechando que el semáforo que regulaba el tráfico de la calle se había puesto en rojo, buscó en la guantera del copiloto y sacó un block de facturas y un boli mordisqueado por la parte superior.
-Perdone –dijo excusándose, mientras me pasaba el block y el boli-, es mi nieta. Le están saliendo los dientes y… ¡Ahí mismo! –dijo, otra vez, señalando hacia el papel que por una vez le iba a servir de prueba para quedar como alguien importante-. Dedíqueselo a “La Rosi”, y… ya sabe, ponga algo bonito. Así puede que esta noche no le duela la cabeza. Ya me entiende.
-Para “La Rosi”, la chica más bonita del barrio. Con mucho cariño y besos, de Alfonso Ruiz. ¿Le parece bien? –pregunté, mientras ya iba escribiendo sobre el papel descolorido que me había pasado.
-¡Hombre! -Se encogió de hombros, obligándome a interrumpir la escritura-, ¡Del barrio! Antes, hace un mes, puede, pero ahora vivimos en una urbanización de las afueras. El barrio no le gustaba, era poco para ella. Y, la verdad, menuda diferencia. Ahora estamos rodeados de gente joven con niños. Todo el mundo tiene varios coches y perros, y siempre hay alguna fiesta en el jardín de alguna de las casa. A nosotros no nos invitan mucho, pero “La Rosi” está más contenta.
Rompí la hoja y escribí sobre la siguiente. Esta estaba más limpia y blanca.
-¿La urbanización? –pregunté, clavando la punta del boli sobre el papel.
-¡Perfecto! –dijo-. Así, cuando se lo enseñe a las vecinas, será la envidia de todas. Incluso puede que ahora nos inviten más a las fiestas.
-Eso espero –dije, devolviéndole el block y el roído bolígrafo-. Puede llamarla para que se vaya tomando una aspirina.
Dejó las cosas sobre el asiento que tenía al lado y sonrió.
-¡Ibuprofeno! –Dijo, retomando la conversación-. Ella siempre toma ibuprofeno. Desde que las nuevas vecinas se lo recomendaron, no toma otra cosa. Eso sí, en pastillas. Dice que los polvos son más caros y le hacen el mismo efecto.
-¡Oh, sí, claro! –dije esperando que fuera el fin. Pero no.
-¿Se va a comprar un coche?
-Me temo que sí –respondí, dejando caer mi cabeza contra la ventanilla.
-Y… ¿qué se va a comprar?
-Un Chrysler Grand Voyager.
-¡Ahhh! ¿Tiene familia?
Buena pregunta. Comprándome un coche así, era de esperar.
-Niños, perros. Ya sabe.
-¡Qué me va a decir a mí! Sin perro no se es nadie en mi urbanización. Yo tuve que comprarle uno a “La Rosi”. Uno de esos enanos que no se levantan del suelo.
Por suerte, ese tema dejó casi K.O. a mi conductor, pues, desde ese momento, simplemente se limitaba a preguntas intermitentes que sólo tenían lugar cada vez que se detenía por la obligación de algún semáforo. ¿Qué tal va todo por la tele? ¿Cómo es esa Susana? O… ¡Qué bien da las noticias Mateo!, de quien su mujer también estaba enamorada. Preguntas que con un escueto: bien, simpática, un tío muy listo, era suficiente.
Poco a poco, debido al atasco de la hora punta, fuimos dejando atrás la parte alta del Paseo de la Castellana. Al llegar a la puerta del concesionario, me despertó; había conseguido dormirme en los últimos metros. Le pagué y le di las gracias, deseándole que esa noche triunfara con su mujer. Me devolvió el agradecimiento y, con una gran sonrisa de esperanza, nuevamente se sumergió en el atasco.
Cuando mi comercial me vio desde dentro de la tienda, salió en mi busca.
-Lo siento, señor Ruiz. Creí que vendría con algún amigo o con un conductor de la Cadena. Si me hubiera dicho que tenía que venir en taxi, le hubiera enviado un coche a recogerle.
-No se preocupe, Carmelo, no pasa nada. De vez en cuando, hay que hacer lo que hace la gente normal, la gente de la calle.
-Tiene razón, Alfonso. ¡Vamos! Lo tengo todo preparado, y me he tomado la libertad de sintonizarle las emisoras de radio tal y como me dijo que le gustaban.
-¡Oh! ¡Estupendo! –dije, dándole una palmadita en la espalda y cediéndole el paso para que entrara delante mío.
Nos fuimos directos a su despacho. Él era el jefe de comerciales y tenía el suyo junto al ventanal que daba a la calle. Firmé los papeles de rigor, nada de financiación, y, sin más, me acompañó hasta mi nuevo coche. Ya lo había probado días antes, así que no necesitaba ninguna lección de cómo manejarlo. Me deseó toda la suerte del mundo y nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Me senté al volante, regulé el asiento, coloqué los espejos y, respetando la velocidad establecida en la nave, salí en busca del peligroso asfalto de Madrid.
Acostumbrado a mi Lexus, mucho más bajo que el Chrysler, me sentí más seguro. Incluso me dio la sensación de que todos los coches que pasaban a mi lado habían encogido. Me desvié para salirme de los atascados carriles centrales y aparqué en un hueco que casualmente dejó un 4x4. Estaba solo. Podía relajarme. El plácido silencio se veía turbado por la fuerza del aire acondicionado. Los cristales de las ventanillas permanecían subidos y; como estaban tintados de negro, el mismo color que la carrocería; nadie podía verme. Encendí la radio. En la emisora debatían sobre si el presidente del gobierno debía convocar elecciones; un tema interesante, pero yo ya había escuchado demasiadas gilipolleces esa tarde. Pasé por varias memorias hasta que finalmente llegué a Radio 3. El sempiterno Dylan rugía con su viejo It’s All Over Now, Baby Blue; así lo anunciaba el RDS del radio-cedé. Subí el volumen para comprobar la calidad de los altavoces. Abatí el asiento, dejé que mi cabeza cayera contra el apoya-cabezas y cerré los ojos. Asentí. Sonaba bastante bien; demasiado bien para un coche. Cuando Dylan se desvaneció lentamente y los Creedence comenzaron su Have You Ever Seen The Rain, bajé el volumen y reanudé la marcha.
Tardé treinta minutos en llegar a mi casa. En cuanto dejé atrás la Gran Vía y la Plaza de España, el tráfico se hizo mucho más fluido; lo que me permitió alcanzar rápidamente la calle Ferraz, mi destino final. En la puerta del garaje, me encontré con el portero de la finca. Le pedí que se acercara. Hacía días que no coincidía con él y tenía que pagarle el importe de un paquete postal que había recibido contra reembolso. Como eran cuarenta y dos euros, le di cincuenta y le dije que se quedara con el cambio. Siempre estaba haciéndome favores y se lo merecía. Me dio las gracias y me felicitó por la adquisición de mi nuevo coche. Bajé al subterráneo, aparqué en una de las dos plazas de aparcamiento que poseía y subí a casa por el ascensor interior.
Yo vivía en el ático del edificio que quedaba justo al otro lado de la sede principal del partido socialista. Algo que, en aquel momento, casi acaba con la vida de mi padre. Tal fue su cabreo cuando éstos se instalaron frente a su casa, que durante varios días estuvo intentando venderla. Finalmente, mi madre le convenció para que desistiera de esa idea y se tranquilizara. Por suerte para su débil mujer, se olvidó de la venta; sin embargo, creo que su consentimiento hizo que su ira nunca se calmara.
Abrí la puerta y fui directamente a sentarme en mi sofá negro de piel. Acerqué la mesa baja de madera que estaba a mis pies y, con la llave más pequeña de todas las que llevaba en el bolsillo, abrí el cajón central. Allí estaban, tal y como las había dejado esa misma mañana antes de salir de casa, sobre la carpeta de plástico que guardaba todos los papeles referentes a mis contratos televisivos. Saqué el block con cuidado y lo dejé sobre la mesa. Las dos rayas de cocaína se extendían paralelamente sobre el plástico. Saqué el tubito de plata que siempre guardaba junto a la carpeta y de una potente inspiración esnifé una de las dosis. Cogí el mando a distancia del equipo de música y encendí el reproductor de cedés y el amplificador. Esnifé la otra dosis, ahora por el otro orificio nasal y, echándome hacia atrás mientras cerraba los ojos, apreté el botón del play. Tras un breve segundo, el Crescent de John Coltrane, para mí un disco que nada tiene que envidiar a su glorificado A Love Supreme, me envolvió solemnemente.


Johnnie Stand debía su apodo a: Johnnie, del whisky Johnnie Walker, el licor que tanto le había acompañado en su juventud; y a Standard, de Russian Standard, el vodka ruso que, desde hacía algunos años, le había robado su corazón escocés. Nadie sabía su nombre real, pero con Johnnie Stand era suficiente. Era un macho alto, fuerte y guapo; un rockero de los que apenas quedan, una mezcla entre Keith Richards y Curt Cobain. Llevaba la misma melena que este último: largo, liso y rubio, y unos ojos azul cielo que enamoraban a todas chicas: jóvenes y no tan jóvenes. Vestía de vaqueros, camisetas y chaqueta de cuero. Además, siempre iba acompañado de su Harley Davidson.
Hacía algunos meses que se había convertido en un personaje carismático en el “Templo del gato”, uno de los locales de rock más marchosos y con más historia de la ciudad. Lo conocía desde el día de su inauguración, desde aquel 11 de abril de 1985. Entonces, él rondaba los quince años, y a pesar de que durante muchos años no había vuelto a poner un pie en el local, ahora llevaba un tiempo que se dejaba ver casi todas las noches. Eran pocos los que seguían fieles al primer día, y ninguno de ellos se acordaba de él. Johnnie había llegado cargado con un montón de discos de rock y se había puesto a pinchar música dejando a todos con la boca abierta. ¡Qué buen rock pone este cabrón!, se decían unos a otros.
Pero Johnnie también era un tío de mundo. Viajaba continuamente. No se sabía si por trabajo o por placer, aunque todo apuntaba a que era por esto último; sino cómo iba a poder estar todas las noches de fiesta hasta las tantas de la madrugada. Cada vez que regresaba de un viaje, llegaba cargado con nuevas adquisiciones musicales. Eso sin contar todo lo que compraba y conseguía a través de internet; lo que también le ayudaba a tener un gran número de colegas por todos los países. “Escucha esto, tío. Son colegas míos y son muy buenos”. En el fondo, era un moderno que iba con la tecnología. No sólo usaba sus cedés, sino que muchas veces pinchaba la música desde su ordenador portátil, dentro del cual tenía grabadas un gran listado de canciones.
No obstante, Johnnie era una un tipo extraño. Había veces que la gente lo saludaba porque alguna noche habían estado hablando durante horas, y él actuaba como si no los conociera. Sin embargo, si se los volvía a encontrar otro día, se mostraba de lo más simpático y entrañable. No se sabía qué pensar de él. Quizás las drogas tenían algo que ver en su comportamiento, porque no había duda de que las tomaba. Más de una mujer podía dar fe de ello, cuando él aceptaba sus invitaciones. Invitaciones que siempre buscaban algo más, y raramente iban más allá de compartir un par de dosis de coca. Pero esa noche, él había salido de casa con su camiseta de los Foo Fighters y sus camperas Sandra Denver Tierra de piel de pitón dispuesto a aceptar una de esas proposiciones.
Johnnie estaba en la cabina del pinchadiscos del “Templo”. Sonaba una joven banda neoyorquina; en palabras del propio Johnnie: “todavía desconocidos en España, pero con un futuro muy prometedor”. Se hacían llamar, en honor al poeta francés Rene Char, The Library Is On Fire, algo así como La biblioteca está en llamas y hacían un rock fuerte muy bien construido influenciado por bandas como Dinosaur JR o Guided By Voices. Estaba preparando el cedé para el siguiente tema que iba a pinchar: una desgarradora pieza de los Cage The Elephant, unos estadounidenses que curiosamente habían visto su primer éxito en las listas inglesas. Acababa de cargar el disco en el segundo reproductor, cuando se le acercó una joven morena de pelo liso y largo; parecido al suyo pero en oscuro. La sensual melena le llegaba casi hasta la cintura. Tenía unos ojos verde oscuro que no se olvidaban y unos labios gruesos y suaves que incitaban a besarla. Él ya se había fijado en ella en más de una ocasión; sin embargo, en ese momento, no la había visto llegar, lo que hizo que ésta lo pillara por sorpresa justo cuando se iba a meter una raya que tenía preparada sobre la caja del cedé.
-¡Oh, perdona! –Dijo ella, con dulce voz-. Sólo quería pedirte una canción.
-¡Dime, dime! –Dijo Johnnie, tragando la coca que ya descendía por su garganta-. No te preocupes.
Ella sonrió.
-Me gustaría que pusieras algo de los Tunics. Los has puesto alguna vez.
-Eso está hecho –dijo él, devolviéndole la sonrisa-. Pongo a los Cage The Elephant y después sonará lo que me pides.
-Vale, gracias –concluyó ella, retirándose.
-¡Espera! –la retuvo él-. No me gusta ser descortés. Ya que me has pillado, ¿quieres una…?
-No sé. No debería… -dijo ella, sonriendo otra vez-. Soy algo viciosa y si empiezo me es imposible parar.
-Pues no pares. Quédate cerca de mí. En una hora, dejaré de poner música y podemos irnos juntos.
-¿Me estás proponiendo que nos vayamos a mi casa?
-Eso lo has dicho tú. Yo sólo pretendía que fuéramos a la mía.
Ella asintió con la cabeza.
-¡Acepto esa raya! –dijo ella, volviendo a mostrar su bonita sonrisa.
-¿Eso quiere decir que nos vamos a ir juntos, que esta noche no dormiré solo?
-Ya te he dicho que soy muy viciosa y que si empiezo no puedo parar.
-Yo te obligaré a hacerlo.
-Te resultará difícil.
-¿No confías en mí? –preguntó Johnnie, pidiéndole un segundo para mezclar la nueva canción y preparar la que ella le había solicitado.
-¿No confías en mí? –volvió a decir, repitiendo sus mismas palabras.
-Yo no soy como las demás mujeres.
Johnnie la miró extrañado.
-Cierto. Eres más guapa que ellas.
-Sí, pero a mí me cuesta alcanzar el orgasmo más que a todas, por no decir que me es imposible.
Johnnie quedó mudo ante semejante confesión.
-En ese caso, haré lo que pueda.
-Eso es lo que soléis hacer todos, pero es cosa mía.
-Quizás no deberías… -dijo Johnnie, señalando hacia la línea de coca que ya la esperaba.
-Sí –Insistió ella-. Me apetece. Puede que no llegue al orgasmo, pero necesito sentir el calor de un hombre. Necesito que me abrace y me bese; con eso me conformaré.
-Vale, pero no creo que la coca…
-Es probable –se reafirmó ella-, pero me pone tierna.
Se agachó y esnifó la dosis.
-En un rato me paso por aquí y te pido otra canción.
Johnnie tuvo que sonreír y aceptar su propuesta. Ella volvió junto a sus amigas.
Sonaron los Tunics, los Electric Eel Shock, otro tema de los alemanes Novochild y algunas otras bandas más. Como ella le había prometido, durante esa hora que tenía que esperar a que él terminara, se pasó por la cabina dos veces más. En la primera ocasión, la escusa fue un tema de los australianos Wolfmother y en la segunda, su tercera línea, una canción rompedora de los propios Foo Fighters; algo que Johnnie pinchó de muy buen agrado.
Cuando, tras acabar su sesión, Johnnie salió del local, ella lo esperaba en la calle de atrás. Los dos habían quedado de acuerdo en ello. Misteriosamente, ella no quería que sus amigas supieran que se iba a ir con él, y éste prefería que los porteros del local tampoco supieran nada de su lío. Tal era su secretismo, que ella había abandonado el bar a la vez que sus amigas y, después de dejar a una de ellas en casa, volvió para encontrarse con el rockero.
La puerta de la tienda de discos de segunda mano que estaba al final de la calle, fue su punto de encuentro. Ella esperaba dentro de su coche y cuando lo vio llegar en su moto salió para recibirlo. Johnnie vestía su chaqueta negra de cuero y traía su pequeña mochila repleta de discos a la espalda. Se acercó a él y lo besó con un beso apasionado y duradero. Sin bajarse de la moto, él la cogió por la cintura y la atrajo hacia sí. Después de diez segundos, separaron sus labios. Ella dejó escapar su bonita sonrisa.
-Por cierto… Johnnie, me llamo Laura –dijo, acariciando suavemente la mejilla de su hombre-. ¿Cómo lo hacemos?
El rockero la miró sorprendido.
-Quiero decir que… ¿Cómo vamos a tu casa? ¿En mi coche o en tu moto? Creo que lo mejor es que te siga. Mañana tendré que pasarme por mi casa antes de ir al trabajo. Ya sabes cómo somos las mujeres: dos días seguidos con la misma ropa, da mucho que hablar.
Johnnie sonrió, asintiendo a sus palabras.
-Me parece bien. Sígueme, pero vivo algo lejos; en Villalba.
-¿En Villalba? –repitió ella. Johnnie asintió-. Espero que merezca la pena.
Laura volvió a besarlo, como si se despidiera de él para siempre, y regresó a su A3.

Johnnie vivía a algo más de treinta kilómetros de la ciudad, en un amplio chalet situado a las afueras del pueblo de Villalba. Trescientos metros cuadrados de casa de una sola altura, plantada en mitad de una parcela de tres mil repleta de abundante vegetación y jardines algo descuidados. La finca estaba rodeada por un alto muro de piedra y una hilera de árboles que sobresalían por encima de éste cegando cualquier visión desde el exterior.
Laura no se asombró al ver todo aquello; estaba acostumbrada a casas como la de Johnnie. Lo único que la resultaba extraño, era que alguien que poseyera esa fortuna (si vivía allí era porque la tenía) vistiera como él y se dedicara a pinchar música rock. Quedaba claro que no vivía de ello y que sólo lo hacía como hobby.
Laura aparcó junto a la puerta de la casa. También Johnnie había detenido su moto a unos metros de la entrada principal. Se bajó del coche y, contemplando el frondoso jardín que se anteponía a la casa, se acercó a su hombre. Éste seguía sobre la moto con el motor al ralentí. Desde luego, Johnnie debía ser un tipo solitario. Aquel abandono hacía evidente que el mantenimiento del jardín no estaba muy al día.
-¿Vives solo? –preguntó ella, abrazándolo por detrás.
Johnnie apagó el motor y también clavó su mirada en el jardín. Él sabía que su mal estado era lo que había propiciado aquella pregunta.
-Este año ha llovido mucho. Un día de estos tendré que ponerme el traje de faena y…
-¡Contrata un jardinero!
-Tengo buenas manos, y me gusta la jardinería –dijo él, poniendo la pata a la moto y descendiendo de ella-. Así no tengo que dar explicaciones de qué y cómo lo quiero.
-Ya, pero son una casa y un jardín demasiado grandes para uno solo.
-Me gusta vivir solo. La heredé de mis padres. Somos unos cuantos hermanos y soy el único que sigue soltero.
-Es una putada que todavía haga algo de frío –dijo ella, volviendo a abrazarlo-. Me apetece hacerlo en la piscina.
-Todavía no la he limpiado, pero si te gusta el agua podemos usar el jacuzzi.
Laura dejó escapar una carcajada.
-Claro, cómo no, el jacuzzi.
Sin desprenderse de ella, Johnnie abrió la puerta y, pidiéndole silencio, pronunció una extraña palabra: ¡Nirvana!
Laura se sorprendió al oírsela decir sin venir a cuento, pero, al segundo, las luces se encendieron y una voz metálica se dejó oír: Alarma desactivada. No había duda, “Nirvana” era la clave. Una clave de voz para desconectar la alarma y activar todos los mecanismos de la casa.
-La cambio cada poco –dijo Johnnie, quitándose la chaqueta de cuero y colgándola en el perchero que había a un lado del hall de la entrada.
-¿Siempre usas nombres de grupos de rock?
-Grupos de rock, el nombre de alguna canción o el de alguno de los componentes de la banda. Así me resulta fácil recordarla.
-¡Ya! –exclamó ella-. Y esta semana les toca a los chicos de Seattle. Nirvana en tu alarma, Foo Fighters en tu camiseta y Curt…
-¿Qué eres, la listilla de la clase? –interrumpió él, obligándola a reír.
-¿Dónde empezamos a follar? –dijo ella, rompiendo el frágil momento.
-En la cocina –respondió él, con rotundidad-. Tengo un panetone sobre la mesa y el Russian Standard en el congelador.
-¡Vale! –Asintió ella, saltando sobre él para subirse a caballito y azotarlo en su trasero-, pero como imagino que eso estará algo lejos…
Johnnie comenzó a trotar sin moverse del sitio.
-¿Qué es eso de Russian…?
-¡Vodka! –dijo él, aflojando lentamente el trote y avanzando al frente.
-Eres un cabrón jodidamente peligroso. Menos mal que sólo voy a follar contigo esta noche.
-Y eso, ¿por qué?
Johnnie avanzó unos metros y entró en una habitación que estaba a oscuras. Al momento, el detector infrarrojo de movimiento hizo que la luz se encendiera.
-Ya te lo he dicho. Follaremos una y otra vez, te correrás sobre mí, yo me quedaré como si estuviera haciendo la primera comunión, te sentirás frustrado y pasarás de volver a verme. Es lo que siempre hacen los tíos, pero ya lo tengo asumido.
En cuanto acabó sus palabras, Laura saltó a tierra y, bajo la estupefacta mirada de su compañero, se acercó al frigorífico; un modelo americano de doble puerta con una pequeña pantalla de LCD en su hoja más ancha. Abrió la puerta más estrecha y buscó en los cajones bajos del congelador. Allí encontró una botella larga y robusta. Una fina capa de escarcha cubría lo que parecía una etiqueta plateada. La raspó con sus largas uñas pintadas de negro y pudo ver las letras oscuras sobre la pegatina. El alfabeto cirílico le confirmó que aquello era lo que buscaba. Cogió un par de vasos de chupito que había junto a la botella y los llenó del frio licor.
-¡Joder, qué fría está! Se me pegan los dedos. –Laura dejó la botella sobre la encimera y cogió uno de los vasos para ofrecérselo a su hombre-. ¿Cocinas mucho?
Johnnie cortó un par de trozos de panetone e, imitándola en el intercambio, le entregó uno de los pedazos.
-¿Qué te hace pensar eso?
Ella se encogió de hombros.
-No sé –dijo, señalando hacia el LCD de la nevera-. Tienes una tele…
Como ella no cogía el pedazo de bizcocho, él mismo lo llevó hasta sus labios y la obligó a morder.
-¡Come algo! No quiero que el vodka te siente mal. –Ella obedeció y mordió un bocado-. No sólo es una tele, también es un ordenador. –Señaló a un lado, sobre la encimera de una isleta-. Ese es su teclado. Desde él controlo todos los mecanismos de la casa.
-¿Tienes informatizada toda la casa? –volvió a preguntar ella, mientras le pedía otro bocado.
-Tengo domotizada toda la casa y todo el jardín: luces, calefacción, aire, teléfono, persianas, puertas, música, frigorífico, lavadora, horno, todo está bajo mi control.
-¡Eres un jodido cerebrito! –dijo ella riendo.
-Cierto –dijo él, cogiendo el vaso que ella le seguía ofreciendo y levantando para brindar-. Soy un jodido cerebrito que se va a comer todo lo que tienes escondido bajo esa ropa siniestra.
-No soy siniestra. Soy rockera con toques oscuros.
-¡Oh! Perdone usted, miss Courtney Love. No me había dado cuenta.
-Está perdonado, señor Cobain. Por cierto, ¿por qué se pegó un tiro?
-El vodka no era Russian Standard.
Laura rió y, como pudo, tragó el bizcocho que se le estaba atragantando dentro de su sediento paladar. Alzó su vaso, brindaron y bebieron de un solitario trago. Ella asintió. El vodka estaba realmente bueno. Johnnie volvió a colmar los vasos y, otra vez, acabaron con el licor de un único trago. Una vez más, ahora volvía a ser ella, llenaron las pequeñas copas. Johnnie cogió la suya para llevársela a los labios, pero se detuvo al ver que ella levantaba la suya y, echando la cabeza hacia atrás, la detenía a unos centímetros de su boca. Johnnie la observaba seguro de que ella iba a hacer alguna broma. Cuando parecía que iba a dejar que el vodka se derramara sobre su lengua, se estiró el cuello de su camiseta de los Sisters of Mercy y se lo echó sobre sus pechos. Después, esperando que él la imitara, lo miró fijamente a los ojos haciendo evidente su perversión. Johnnie no tuvo más remedio que complacerla. Inspiró para hacer que sus abdominales se contrajeran contra su estómago y separándose el pantalón se arrojó el contenido de su copa sobre sus partes bajas. Cuando se le escapó el escalofriante “¡joder!”, los dos se echaron a reír.
Johnnie apartó el teclado y, cogiéndola en brazos, la sentó sobre la encimera central. Se deshizo de su camiseta y comenzó a besarla y a lamerle los pechos; unos redondos pechos que se ocultaban tras un sujetador de encaje negro. Laura cerró los ojos y dejó que él la fuera excitando.

Pasaron horas haciendo el amor. Lo hicieron en el suelo de la cocina, sobre la encimera, contra la chimenea del salón, contra el respaldo del sofá, en el jacuzzi y, finalmente, en la cama. Sus ropas se habían quedado junto al frigorífico; con la única excepción de los botines negros, altos y en punta de Laura. A petición del propio Johnnie, ella los mantuvo en sus pies hasta que llegaron al jacuzzi, donde no tuvo más remedio que quitárselos. El calor del Russian Standard los había embriagado en un frenético y húmedo vaivén que siempre estuvo acompañado por una música; una música que en más de una ocasión los obligó a cantar. Agains Me, Anti-flag, Billy Talent, Lacrimosa, Jet, Manic Street Preachers, Marilyn Manson, Nirvana o Foo FightersTodos ellos se convirtieron en un éxtasis musical que no los dejaba parar.
Agotados por el esfuerzo, habían quedado desnudos sobre la cama, echados el uno junto al otro. Una suave sábana blanca de algodón los cubría hasta la cintura. Johnnie tenía los ojos cerrados y parecía pensativo. Laura estaba cruzada de brazos, permitiendo que sus perfectos y envidiados pechos naturales reposaran sobre ellos. También ella parecía estar dando vueltas a sus pensamientos. Los rockeros modernos habían cedido el turno a los más maduros: Neil Young había dado paso a Iggy Pop y sus Stooges y éstos habían hecho lo mismo con el carismático David Bowie y su Ziggy Stardust.
Laura miró a su alrededor. Era la primera vez que lo hacía, pues antes, en su ansiado frenesí, no se le había ocurrido hacerlo. Se encontraban en una habitación muy amplia y con poca decoración; una especie de loft de paredes blancas y techos bajos que se dividía claramente en dos. Por un lado estaba la parte donde se encontraban ellos; la parte de la cama, una enorme cama de dos por dos con dos columnas de altavoces frente a ella y una pantalla de leds de cuarenta y dos pulgadas en medio de éstas; y separada de ésta, al fondo, una decena de metros más allá, un amplio salón con un único sofá central de varias plazas y dos satélites. A espaladas del sofá principal, pegado a la pared, un mueble-bar con varias estanterías dejaba ver una buena colección de botellas; principalmente vodka y whisky.
En la pared opuesta, escondiéndose dentro de un armario de caoba, otra enorme pantalla de televisión mostraba una extraña imagen que, desde la distancia, Laura apenas podía distinguir. Cinco altavoces: dos iguales que los que presidían la cama, a ambos lados del mueble; uno justo bajo la pantalla; y otros dos más pequeños sobre unos soportes metálicos que colocados a unos cinco metros de ésta se dirigían hacia la posición central de sofá grande.
Junto a la cama, a su lado, eso sí lo había visto bien antes, estaba el enorme baño con suelo de cerámica mallorquina y el jacuzzi que ya habían probado.
Cuando, casualmente, los Rolling Stones comenzaron su Satisfaction, ella exhaló con decisión y se volvió hacia su amante.
-Tengo que reconocer que es la primera vez que me ocurre. Es normal que yo no lo consiga, pero que un tío tampoco se corra conmigo… Llevamos casi tres horas follando en todas las posturas posibles y te la he chupado durante más de quince minutos sin parar, hasta me duele mandíbula, y no has echado una sola gota de semen. –Bajó la mirada hasta las partes íntimas de su amante-. ¡Si todavía sigues empalmado! No sé, habrá sido la coca. Venga, no te preocupes –cogió la mano del rockero entre las suyas y dejó escapar una tímida sonrisa de ánimo-. Olvídalo. Eres un tío cojonudo. Podemos seguir siendo amigos, como si no hubiera sucedido nada. Estoy segura que la próxima vez acabarás bien.
Johnnie abrió los ojos y la miró muy fijamente. No dijo nada, pero clavó su vista en ella obligándola a desviar su mirada.
-En fin, supongo que es el momento de que me marche.
Aquella última mirada la había asustado. Echó la sabana a un lado y trató de ponerse en pie, pero él la cogió de la muñeca impidiéndoselo. Otra vez, cruzaron sus miradas. Durante varios segundos, él la miró profundamente. Ella tragó saliva y, como pudo, mostró su bonita e inocente sonrisa. Finalmente, la soltó y la dejó levantarse.
Laura entró en el baño y salió con sus botas en la mano. Al ver que él no se había movido, sacó fuerzas y habló.
-¿Cómo abro la verja de afuera?
Johnnie se reclinó sobre la cama, como si buscara algo que estuviera bajo ella, y cogió un teclado igual que el que tenía en la cocina. Laura no dijo más. Quedaba claro que él abriría desde allí la puerta para permitirla salir. Se despidió con un tierno “adiós” y lo dejó solo.
Johnnie permaneció quieto, perdiendo su vista en la oscura pantalla que tenía frente a él. Sin bajar la cabeza, pulsó una de las teclas del teclado y la pantalla se iluminó. Otra vez, pulsó varias teclas a la vez y, seguidamente, una más. Al momento, la pantalla mostró la imagen de la cámara de seguridad que enfocaba hacia la casa. Todavía bajo la oscuridad de la noche, vio cómo Laura se subía al coche. Esperó a que llegara a la verja y la permitió salir, perdiéndola de vista. Como si siguiera viéndola, permaneció contemplando la imagen vacía y oscura. Una vez más, sin desviar la vista, pulsó otra de las teclas provocando que la imagen volviera a mostrar un extraño interface. Se trataba del Foobar, su software reproductor de música preferido. Llevó el cursor hasta la celda de búsqueda, escribió “THE END” y pulsó el retorno. Al instante, el cursor saltó de posición y una nueva canción comenzó a escucharse. Apretó y mantuvo pulsada la tecla del “+” y el volumen subió vertiginosamente. Entonces, cantó en voz baja.

…This is the end, my beautiful friend
this is the end, my only friend, the end…

Pulsó la tecla de escape y la pantalla cambió a un nuevo menú de directorios y archivos. Navegó a través de ellos. Abrió una carpeta que se llamaba “NUEVOS”, y, dentro de ésta, otra bautizada con una fecha “25-05-2011”, el día en que se encontraban. Cuando ésta se desplegó, una nueva carpeta se mostró: “ÁNGULOS”. Pinchó sobre ella y aparecieron varios archivos. Los recorrió uno a uno con el cursor: “CENITAL”, “FRONTAL”, “PLASMA”, “DUCHA”, “COCINA”. Subió y bajó por todos ellos, recorriéndolos una y otra vez. Finalmente, se detuvo en “FRONTAL” y con un golpe seco y certero pulsó la tecla de “intro”. Tras dos segundos de negro y unas letras sobre la pantalla: “LOAD”, ésta volvió a mostrar una nueva imagen. En ella se podía ver un primer término de Laura con los ojos cubiertos por un antifaz mientras se la chupaba en la cama.
Johnnie la miraba clavando sus ojos en ella, como si quisiera meterse dentro de la pantalla. Se escupió en la palma de la mano y ocultándola bajo la sábana comenzó a masturbarse.

…This is the end, my beautiful friend,
the end, the end, the end…